<p>No era ella, sino el personaje al que daba vida su editora (Gloria Muñoz), la que decía en <i>La flor de mi secreto </i>aquello de «Bastante realidad tenemos cada una en nuestra casa. La realidad es para la televisión y los periódicos. Y mira, por culpa de tanta realidad el país está a punto de estallar.<strong> ¡La realidad debería estar prohibida!»</strong>. Ella, Leo Macías, ella, Marisa Paredes, asentía. Y pocas verdades tan evidentes hoy de buena mañana. <strong>Marisa Paredes, figura esencial del teatro de la Transición y del cine moderno </strong>(en la más rigurosa acepción de la palabra moderno),<strong> y alma del último tercio de la filmografía de Almodóvar</strong>, del mejor Pedro Almodóvar, <strong>ha muerto este martes en Madrid a los 78 años.</strong></p>
Trabajó con Almodóvar en seis películas, fue presidenta de la Academia de Cine y recibió el Goya de Honor en 2018
No era ella, sino el personaje al que daba vida su editora (Gloria Muñoz), la que decía en La flor de mi secreto aquello de «Bastante realidad tenemos cada una en nuestra casa. La realidad es para la televisión y los periódicos. Y mira, por culpa de tanta realidad el país está a punto de estallar. ¡La realidad debería estar prohibida!». Ella, Leo Macías, ella, Marisa Paredes, asentía. Y pocas verdades tan evidentes hoy de buena mañana. Marisa Paredes, figura esencial del teatro de la Transición y del cine moderno (en la más rigurosa acepción de la palabra moderno), y alma del último tercio de la filmografía de Almodóvar, del mejor Pedro Almodóvar, ha muerto este martes en Madrid a los 78 años.
Ha muerto en pleno trabajo, con una obra pendiente de estreno de mayo, con mil proyectos en la agenda, con una incesante actividad en las redes sociales a favor de todos los árboles que un alcalde se empeña en talar, con el Lorca de Honor del Festival de Cine de Granada caído hace apenas una semana en sus manos, con el recuerdo muy reciente de todas y cada una de las anécdotas lanzadas sobre la mesa de la cena que siguió a la proyección en la Academia del Cine de Vermiglio, la película de la italiana Maura Delpero… Marisa Paredes, más comprometida que nunca, más viva que todos, murió en un ataque súbito y terriblemente injusto de realidad. La realidad, esta realidad, debería estar prohibida.
Hay muchas maneras de recordar a Marisa Paredes. Por su glorioso papel en La vida es bella, de Roberto Begnini, o por todos y cada uno de sus personajes en el cine de Almodóvar desde Sor Estiércol en Entre tinieblas a la brasileña Marilia en La piel que habito sin olvidar las monumentales Becky del Páramo (Tacones lejanos) o Huma Rojo (Todo sobre mi madre). Sus papeles, en efecto, tenían nombre, apellido y el gesto desmedido. Por todo ello o por su trabajo con Arturo Ripstein (Profundo carmesí y El coronel no tiene quien le escriba), con Raoul Ruiz (Tres vidas y una sola muerte) o con Guillermo del Toro (El espinazo del diablo). Además de Amos Gitai, Manoel de Oliveira o Alain Tanner. No en balde ella fue la más internacional de todas las actrices antes de que ser internacional fuera algo ya muy nacional. Y cómo olvidar su tremendo esfuerzoTras el cristal al lado de Agustín Villaronga o su adorable exhibición en Cara de acelga, de José Sacristán. Y siempre con su voz. Si por algo se hacía irrenunciable era por su voz. Marisa Paredes hablaba y la conversación empezaba de nuevo. «La gente se da la vuelta», llegó a decir con orgullo.
Contaba que aprendió a cuidarse la voz con agua fría. Que también tomaba miel, pero que lo del agua fría era mucho más efectivo. Cuando en 2018 recibió el Goya de Honor (el único en su carrera tras dos nominaciones), desde el estrado se mostró emocionada y por encima de cada una de sus palabras, todas muy sentidas, quedó la constancia de una voz tan profunda, grave y perfecta que se diría pura agua, agua fría y, llegado el caso, siempre rota. Porque Marisa Paredes se crecía ante los personajes que, como su voz, se rompían. El melodrama era ella. Ella y su voz.
Contaba que nació en la plaza Santa Ana madrileña y que ahí ya atisbó el camino que tomarían sus pasos. Veía desde la ventana pasar actores y actrices, tramoyistas y directores, escenógrafos y hasta apuntadores. Por entonces, nadie se daba la vuelta cuando ella hablaba. Los veía a todos y se imaginaba bailarina, cantaora, abogada de causas importantes y hasta espía. Y a falta de nada mejor que hacer suspiraba. Las niñas madrileñas que miran por la ventana suspiran mucho. ¿Y si pudiera serlo todo a la vez?, se dijo, volvió a mirar la plaza y lo vio claro.
Marisa Paredes debutó en dos películas menores en 1960, a los 14 años de edad, y pisó un escenario por primera vez con la compañía de Conchita Montes en Esta noche tampoco (1961). Tras dos décadas de papeles secundarios en el cine y la televisión y de formar parte del Grupo de Teatro Universitario, se la vio por fin en todo su tamaño en 1980 en Ópera prima, de Fernando Trueba. Lo que siguió fue exactamente lo que soñó desde su ventana. Fue bailarina, cantaora, abogada de causas importantes y hasta espía. Lo fue todo y de manera plena.
Marisa Paredes se negaba en cada una de sus últimas entrevistas a permitirse el lujo de la melancolía. Le gustaba mirar hacia atrás, por la ventana ésa de las que hablaba, pero lo hacía feliz de verse siempre diferente, siempre otra, siempre actriz. «Mi carrera es un tren en marcha», decía solemne y, aunque la frase sonaba rara, por descompuesta y algo enfática, en su voz más parecía un oráculo. Y no quedaba otra que creerla (y hasta adorarla) porque lo que se escuchaba no era nada más que la voz de Marisa Paredes. La voz. Decía que de todo lo vivido se quedaba con su amor a la profesión. Y añadía que la experiencia nunca se abandona y nunca se es abandonada por ella. «Con la experiencia se crece». Y, pese a todo, pese a ese gusto por el gesto subrayado, por el melodrama a cada paso, no quedaba más remedio que seguir ahí escuchando esa voz de agua, de agua fría. Marisa Paredes era Marisa Paredes y Huma Rojo, y Becky del Páramo, e Irene Gallardo, y Leo Macías, y Griselda, y Sor Estiércol. A todas ellas les dio su voz, que fue su milagro, un milagro compartido por todos.
Marisa fue cine y fue también teatro y fue tele. No hace tanto compartía con los suyos una vieja grabación, que era una entrevista de Iñigo, en la que se la veía jovencísima. Y muy misteriosa. «Parezco alguien, parezco hasta interesante», comentaba divertida. En el teatro destacó en obras como Orquídeas a la luz de la luna (1988) y, con el director Lluís Pasqual, la lorquiana Comedia sin título (1990), Beckettiana (1991) y Hamlet (2007). También protagonizó la adaptación inspirada en la Sonata de otoño de Bergman, representada en 2008 bajo las órdenes de José Carlos Plaza, y en 2013 interpretó con Terele Pávez El cojo de Inishmaan (Martin McDonagh) dirigidas por Gerardo Vera. En TVE empezó a trabajar a los 20 años, grabando varios espacios teatrales de Estudio 1 y, mucho tiempo después, participando en las series Delirios de amor (1986), Gatos en el tejado (1988) y El olivar de Atocha (1989). Y así, interminable como era.
Y luego estaba la Marisa Paredes terrenal, la política, la que se compungía hasta la rabia por cada árbol cortado sin piedad de su plaza, de la plaza que la vio nacer; la que no entendía de otra forma de entender la vida y el arte que en común, en beneficio de todos. Marisa Paredes, por si había alguna duda, era zurda, roja y hasta titiritera. Se diría que aún lo es. Y todo lo era, y lo es, con un orgullo desmedido que no entendía ni de estrategias ni ceremonias. Marisa Paredes iba siempre tan de frente como, ya se ha dicho, su voz. Si se le preguntaba por el feminismo y por todas las revoluciones del cine presente, no dudaba: «Es una cuestión de derecho y de valor, de razón y de orgullo. Ha sido una cuestión de arrojo decir que aquí estamos y vamos a defender nuestra autoestima». Y seguía: «El cine y el arte no puede prescindir de la mirada y la voz de las mujeres. La sociedad avanza y con ella las mujeres».
No en balde, Maria Paredes fue la presidenta de la Academia del Cine Español entre 2000 y 2003. Durante ese periodo se produjo la gala de los Premios Goya de 2003 del No a la guerra, probablemente la mejor de todas ellas, la única digna de recordar. Y ahora más. Por Marisa Paredes.
Recordaba no sin un gramo de vanidad que en una ocasión, en París, se le acercó un travesti y le invitó a su espectáculo. Allí se descubrió a sí misma transfigurada en la citada Becky del Páramo, la de la foto, el personaje de Tacones lejanos. «Me quedé helada. Hacía exactamente lo que yo. Cada movimiento, cada gesto…». La voz era la misma. Claro. Y al fondo, Piensa en mí. La última vez que la escuchamos hablar apenas hace unas semana tenía algo de catarro. Se diría que el catarro más elegante y perfecto imaginado. El martes murió. Hay días que la realidad debería estar prohibida.
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