Uno. Durante toda mi niñez, en la casa de mis abuelos las jornadas de la Navidad se vivían como días de jolgorio. Sobre todo, era un tiempo intensamente familiar que se extendía al menos desde la Nochebuena hasta el Día de Reyes del año nuevo.
Aquellas fiestas navideñas del pasado quedan en la memoria, pero en Cuba resulta difícil pensar que el futuro inmediato vaya a ser venturoso
Uno. Durante toda mi niñez, en la casa de mis abuelos las jornadas de la Navidad se vivían como días de jolgorio. Sobre todo, era un tiempo intensamente familiar que se extendía al menos desde la Nochebuena hasta el Día de Reyes del año nuevo.
Cuando la conocí, esa casa, donde habían nacido mi padre y sus nueve hermanos, ya era de mampostería y placa. La construcción gozaba de un generoso portal abierto a la Calzada del barrio, con una mitad de su espacio ocupada por el portón de cristal de la quincalla de bisuterías que llevaban mis tías, todas excelentes costureras. En ese entonces vivían en la casa mis abuelos Juan y Juana, una tía abuela solterona que no era muda pero no hablaba y, en diversos añadidos posteriores, seis de mis tías y tíos y, por supuesto, varios de mis primos.
La propiedad tenía, además, un patio donde se criaban animales (cerdos, gallinas, pavos, cabras), con una parte dedicada al huerto que atendía con esmero mi abuelo y al cual los nietos teníamos prohibido el acceso para evitar desmanes infantiles. Uno de los cerdos allí criados era el escogido para ser sacrificado para la cena familiar de Nochebuena, y el acto de la matanza se convertía en algo así como un ritual. Mi abuelo, siempre con un cuchillo envainado en la cintura, dirigía los preparativos auxiliado por su hermano, el tío Tomás, y el momento climático del evento se producía cuando llegaba el matarife del barrio (un carnicero tuerto de cuyo nombre no consigo acordarme) y apuñalaba al chancho delante de todos los que estuvieran por los alrededores. Luego venía el trance de la limpieza del animal, mientras se disponía el horno para el asado: un hoyo en la tierra dentro del cual se colocaba el carbón, tapiado con una parrilla de metal sobre la que se asaría el puerco abierto en canal, convenientemente adobado y a su vez cubierto con anchas hojas de plátano para que preservara el calor y, se decía, le dieran un toque al sabor.
Esa noche, en la larga mesa de madera basta que ocupaba casi todo el comedor de la casa, nos acomodábamos como podíamos los miembros de la familia: mis abuelos en las cabeceras, a los lados los tíos y tías, carnales y políticos, y la docena de primos que éramos por entonces. Al centro se colocaba el lechón asado, las fuentes con el arroz blanco, los frijoles negros perfumados con comino, las yucas hervidas rociadas con mojo de naranjas agrias y la ensalada de verduras del huerto de mi abuelo, también escogidas por él. Como postre, los habituales turrones españoles que mi abuelo cortaba con su inseparable cuchillo.
Aquel evento, que en un dilatado camino había extraviado muchas de sus connotaciones religiosas, había devenido no solo una tradición familiar, sino también nacional. Porque prácticamente todos en la isla, con más o menos recursos, celebraban la Nochebuena como si fuese un mandato. Lo importante era que la familia —y en la nuestra había, por supuesto, los roces que deben adornar a cualquier familia— pasara en cercana armonía esos días de fiesta y reforzara la certeza de pertenecer a un clan, a un sitio, a una forma de vivir la vida, mientras nos deseábamos una feliz Navidad. Y, claro, un próspero año nuevo.
Dos. A partir del año 1961, a las cenas navideñas en la casa de mis abuelos dejaron de asistir mi tía Delia, su esposo Ernesto y mis primos Ernestico y Marta. En abril de ese año habían salido al exilio. Su espacio en la mesa seguramente fue ocupado por algún nuevo primo, y la tradición se preservó. Unos años después llegó la partida del tío Min y los suyos, luego de Nivo y su hija, justo por la época en que murió el viejo tío Tomás y se esfumó la tía silente. Más tarde se marcharía mi tía Aida con mis dos primas y hasta sus nietos… Cada vez con más dificultad la familia fue asumiendo esas ausencias, incluso desoyendo en esos años las políticas oficiales que censuraban las celebraciones navideñas, porque mi abuelo Juan, siempre empecinado, solo se dio por vencido cuando el tiempo lo derrotó. Pero hasta sus más de 80 años mantuvo su huerto (donde al final dejaba pasar a los nietos) y crio al menos un cerdo para garantizar esa cena de Nochebuena a la cual, los que seguíamos en su órbita, no podíamos faltar. La tribu había sufrido bajas, pero el espíritu de clan se mantuvo a flote, con esa tradición de los jolgorios navideños como su momento climático.
Tres. Han pasado los años y hemos sufrido los efectos de la escofina del tiempo, de la Historia, de la política. La casa de mis abuelos sigue en pie, en el mismo sitio, con su portal mirando a la Calzada. Hace ya muchos años la quincalla de mis tías desapareció: una Ofensiva Revolucionaria barrió con todos los negocios privados, incluidas las quincallas y hasta los sillones de limpiabotas. Años después mis abuelos murieron y también algunos de mis tíos. De los parientes que quedaban otros más se fueron al exilio, al igual que casi todos mis primos. Mi familia paterna (y buena parte de la materna) ahora reside en Miami, Los Ángeles, Queens: una diáspora. De varios de ellos hace mucho no tengo noticias. Por supuesto, no sé de qué modo celebran la Navidad ni si alguno aún evoca por estas fechas las reuniones familiares en torno a la mesa de los abuelos.
Y aunque sigue en pie, esa casa tutelar ya no es la casa de mi familia. Hace dos o tres años el primo Juanito, que había heredado la mayor parte del inmueble dejado por los que partieron o murieron, vendió lo que quedaba de la propiedad original, ya para entonces fragmentada, con varias familias ajenas asentadas en sus diversos espacios. Solo mi hermano Javier conserva allí un local, que casi nunca visita y que, cualquier día, se sumará a las ruinas circundantes.
Como el portal generoso de siempre da a la Calzada, ahora allí se han montado unas vendutas tercermundistas de diferentes cataduras, esos negocios permitidos por nuevas leyes. Dentro de los espacios del inmueble habitan personas que no conozco y no puedo imaginar cómo serán sus áreas interiores, como se vivirá allí la cotidianeidad. No sé dónde habrá ido a parar la larga mesa de madera de las cenas familiares.
La casa de mis abuelos ahora solo me pertenece en la memoria más afectiva, donde acaparo los recuerdos de aquellos jolgorios navideños. Ese sitio en una época tan propio es ahora un universo ajeno. Como, por cierto, también va resultando ajeno, extraño, que la gente conserve el espíritu y la posibilidad de esa maltratada tradición familiar y nacional de la celebración navideña en una época en que las ausencias se multiplican con un éxodo de proporciones bíblicas y para la mayoría de los ciudadanos del país puede ser un verdadero lujo poner en la mesa unas piezas de cerdo asado, por no hablar de unos esfumados turrones. Y entonces, como alguna vez hicimos en mi familia, reunidos y cercanos, intentar desearse un próspero año nuevo. Porque también sabemos que ese no será el carácter del año que ya nos espera al doblar del calendario.
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