Pau Miró dio el bombazo como dramaturgo con Plou a Barcelona (Llueve en Barcelona), que estrenó en la Sala Beckett en un lejano 2004. Éramos todos más jóvenes y teníamos más pelo. Han pasado los años, ha llovido mucho y la Beckett ya no ocupa un modesto (pero digno) local en Gràcia: ahora se aloja en un imponente edificio en el barrio del Poblenou. De sala alternativa a fábrica de creación. En su fantástico bar es normal encontrarse a expats felicísimos de vivir y trabajar en la soleada (y baratísima para ellos) ciudad mediterránea. Miró regresa a sus orígenes teatrales y Toni Casares dirige Expulsió, su nuevo texto, que en cierto modo funciona a modo de continuación de aquella Barcelona lluviosa.
Cuatro familiares se reúnen en la casa de veraneo de los padres, muertos los dos. Familia, herencia y disputas entre hermanos son el argumento de muchas de nuestras ficciones, pero aquí el autor quiere tocar otros temas. La expulsión física que muchos sentimos por parte de nuestras ciudades es también una expulsión metafórica, casi metafísica. La casa como hogar, refugio o nido ha pasado a ser moneda de cambio, negocio y especulación. La reunión de los tres hermanos y la sobrina sirve para hablar de un inmueble en concreto, pero también de todo aquello inmaterial.
Casares dirige a cuatro actores estupendos y muy bien elegidos: Montse Germán es la hermana mayor, la hija adoptada, que vuelve a la casa de veraneo cuando es expulsada, literalmente, por su ciudad. Su mirada triste es la de una mujer derrotada en el plano profesional e ideológico. Ya no hay sitio para las utopías urbanísticas en nuestro presente cínico y aterrador. Xavi Sáez y Anna Alarcón (que tiene en la Beckett casi su segundo hogar) son los dos estresados hermanos, citados por la mayor para resolver temas de familia: la casa crepita y se agrieta, y los fantasmas del pasado conviven con los del presente. Mia Sala-Patau interpreta a la hija del hermano, una adolescente permanentemente enfadada con su padre y con el mundo en general: un debut luminoso de una actriz a tener muy en cuenta. Las discusiones a gritos con su padre y la violencia que parece llevar a cuestas denotan una herida que el autor decide no mostrarnos. Una lástima.
Las palabras, los reproches y los celos entre hermanos vuelan de lado a lado como pelotas lanzadas con rabia y desazón
La escenografía juega un papel esencial en esta puesta en escena: Pol Roig ha diseñado un espacio panorámico y lunar. La casa no es casa, sino paisaje volcánico de arena negra, con rayos/árboles/estrellas (iluminación de Mireia Sintes). Todos es patio y espacio exterior, y sus habitantes parecen flotar en él como si fueran astronautas explorando un nuevo planeta. La radicalidad de la propuesta, casi una instalación escénica, choca con el texto en sus pasajes más domésticos y terrenales, y funciona mejor cuando alza el vuelo poético. La disposición del público a dos bandas y la amplitud del escenario provocan, a ratos, la sensación de estar viendo un partido de tenis. Las palabras, los reproches y los celos entre hermanos vuelan de lado a lado como pelotas lanzadas con rabia y desazón. Al final, la adolescente furibunda es la más lúcida de todos. Y esta constelación familiar funciona como un relato, una ficción. Expulsió empieza muy bien y se va desinflando, intentando buscar un final, tanto textual como escénico. La casa familiar se derrumba, en todos los sentidos, y los espectadores dudan unos segundos sobre si ya toca aplaudir. Nuestro presente es muy negro, como este paisaje árido y lunar.
Pau Miró dio el bombazo como dramaturgo con Plou a Barcelona (Llueve en Barcelona), que estrenó en la Sala Beckett en un lejano 2004. Éramos todos más jóvenes y teníamos más pelo. Han pasado los años, ha llovido mucho y la Beckett ya no ocupa un modesto (pero digno) local en Gràcia: ahora se aloja en un imponente edificio en el barrio del Poblenou. De sala alternativa a fábrica de creación. En su fantástico bar es normal encontrarse a expats felicísimos de vivir y trabajar en la soleada (y baratísima para ellos) ciudad mediterránea. Miró regresa a sus orígenes teatrales y Toni Casares dirige Expulsió, su nuevo texto, que en cierto modo funciona a modo de continuación de aquella Barcelona lluviosa.Cuatro familiares se reúnen en la casa de veraneo de los padres, muertos los dos. Familia, herencia y disputas entre hermanos son el argumento de muchas de nuestras ficciones, pero aquí el autor quiere tocar otros temas. La expulsión física que muchos sentimos por parte de nuestras ciudades es también una expulsión metafórica, casi metafísica. La casa como hogar, refugio o nido ha pasado a ser moneda de cambio, negocio y especulación. La reunión de los tres hermanos y la sobrina sirve para hablar de un inmueble en concreto, pero también de todo aquello inmaterial. Casares dirige a cuatro actores estupendos y muy bien elegidos: Montse Germán es la hermana mayor, la hija adoptada, que vuelve a la casa de veraneo cuando es expulsada, literalmente, por su ciudad. Su mirada triste es la de una mujer derrotada en el plano profesional e ideológico. Ya no hay sitio para las utopías urbanísticas en nuestro presente cínico y aterrador. Xavi Sáez y Anna Alarcón (que tiene en la Beckett casi su segundo hogar) son los dos estresados hermanos, citados por la mayor para resolver temas de familia: la casa crepita y se agrieta, y los fantasmas del pasado conviven con los del presente. Mia Sala-Patau interpreta a la hija del hermano, una adolescente permanentemente enfadada con su padre y con el mundo en general: un debut luminoso de una actriz a tener muy en cuenta. Las discusiones a gritos con su padre y la violencia que parece llevar a cuestas denotan una herida que el autor decide no mostrarnos. Una lástima.Las palabras, los reproches y los celos entre hermanos vuelan de lado a lado como pelotas lanzadas con rabia y desazónLa escenografía juega un papel esencial en esta puesta en escena: Pol Roig ha diseñado un espacio panorámico y lunar. La casa no es casa, sino paisaje volcánico de arena negra, con rayos/árboles/estrellas (iluminación de Mireia Sintes). Todos es patio y espacio exterior, y sus habitantes parecen flotar en él como si fueran astronautas explorando un nuevo planeta. La radicalidad de la propuesta, casi una instalación escénica, choca con el texto en sus pasajes más domésticos y terrenales, y funciona mejor cuando alza el vuelo poético. La disposición del público a dos bandas y la amplitud del escenario provocan, a ratos, la sensación de estar viendo un partido de tenis. Las palabras, los reproches y los celos entre hermanos vuelan de lado a lado como pelotas lanzadas con rabia y desazón. Al final, la adolescente furibunda es la más lúcida de todos. Y esta constelación familiar funciona como un relato, una ficción. Expulsió empieza muy bien y se va desinflando, intentando buscar un final, tanto textual como escénico. La casa familiar se derrumba, en todos los sentidos, y los espectadores dudan unos segundos sobre si ya toca aplaudir. Nuestro presente es muy negro, como este paisaje árido y lunar. Seguir leyendo
Pau Miró dio el bombazo como dramaturgo con Plou a Barcelona (Llueve en Barcelona), que estrenó en la Sala Beckett en un lejano 2004. Éramos todos más jóvenes y teníamos más pelo. Han pasado los años, ha llovido mucho y la Beckett ya no ocupa un modesto (pero digno) local en Gràcia: ahora se aloja en un imponente edificio en el barrio del Poblenou. De sala alternativa a fábrica de creación. En su fantástico bar es normal encontrarse a expats felicísimos de vivir y trabajar en la soleada (y baratísima para ellos) ciudad mediterránea. Miró regresa a sus orígenes teatrales y Toni Casares dirige Expulsió, su nuevo texto, que en cierto modo funciona a modo de continuación de aquella Barcelona lluviosa.
Cuatro familiares se reúnen en la casa de veraneo de los padres, muertos los dos. Familia, herencia y disputas entre hermanos son el argumento de muchas de nuestras ficciones, pero aquí el autor quiere tocar otros temas. La expulsión física que muchos sentimos por parte de nuestras ciudades es también una expulsión metafórica, casi metafísica. La casa como hogar, refugio o nido ha pasado a ser moneda de cambio, negocio y especulación. La reunión de los tres hermanos y la sobrina sirve para hablar de un inmueble en concreto, pero también de todo aquello inmaterial.
Casares dirige a cuatro actores estupendos y muy bien elegidos: Montse Germán es la hermana mayor, la hija adoptada, que vuelve a la casa de veraneo cuando es expulsada, literalmente, por su ciudad. Su mirada triste es la de una mujer derrotada en el plano profesional e ideológico. Ya no hay sitio para las utopías urbanísticas en nuestro presente cínico y aterrador. Xavi Sáez y Anna Alarcón (que tiene en la Beckett casi su segundo hogar) son los dos estresados hermanos, citados por la mayor para resolver temas de familia: la casa crepita y se agrieta, y los fantasmas del pasado conviven con los del presente. Mia Sala-Patau interpreta a la hija del hermano, una adolescente permanentemente enfadada con su padre y con el mundo en general: un debut luminoso de una actriz a tener muy en cuenta. Las discusiones a gritos con su padre y la violencia que parece llevar a cuestas denotan una herida que el autor decide no mostrarnos. Una lástima.
Las palabras, los reproches y los celos entre hermanos vuelan de lado a lado como pelotas lanzadas con rabia y desazón
La escenografía juega un papel esencial en esta puesta en escena: Pol Roig ha diseñado un espacio panorámico y lunar. La casa no es casa, sino paisaje volcánico de arena negra, con rayos/árboles/estrellas (iluminación de Mireia Sintes). Todos es patio y espacio exterior, y sus habitantes parecen flotar en él como si fueran astronautas explorando un nuevo planeta. La radicalidad de la propuesta, casi una instalación escénica, choca con el texto en sus pasajes más domésticos y terrenales, y funciona mejor cuando alza el vuelo poético. La disposición del público a dos bandas y la amplitud del escenario provocan, a ratos, la sensación de estar viendo un partido de tenis. Las palabras, los reproches y los celos entre hermanos vuelan de lado a lado como pelotas lanzadas con rabia y desazón. Al final, la adolescente furibunda es la más lúcida de todos. Y esta constelación familiar funciona como un relato, una ficción. Expulsió empieza muy bien y se va desinflando, intentando buscar un final, tanto textual como escénico. La casa familiar se derrumba, en todos los sentidos, y los espectadores dudan unos segundos sobre si ya toca aplaudir. Nuestro presente es muy negro, como este paisaje árido y lunar.
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