El doctor Vicente Pozuelo se quitó el fonendoscopio. El pulso del Caudillo era como un reloj suizo. No le alteraba ni el chiste de «Hermano Lobo», donde salía un muro con una pintada que rezaba: «Gibraltar marroquí». «Está Vd. hecho un chaval», dijo el médico. El Generalísimo, Martillo de Trento, Luz de Herejes, (¿o era al revés?), miró al facultativo. Estaba allí sustituyendo al doctor Vicente Gil, a quien echó Carmen Polo porque casi llegó a las manos con su yerno, el marqués de Villaverde. Si Gil era más ruidoso que un mono con tambor y silbato, Pozuelo parecía un fraile dominico al cargo de la cocina, tan orondo como sonriente. «No, Vicente. Las preocupaciones me matan», contestó con un hilillo de voz. En eso entró un ayudante y entregó un aviso urgente al jefe del Estado. El general portugués Spínola pedía asilo en España. Había fracasado su golpe de Estado en el país vecino y ahora necesitaba ayuda. Era el día 11 de marzo de 1975. La Revolución de los Claveles en abril de 1974 está contada ahora como un relato romántico, pero fueron dos años de violencia social y política trufados de intentonas golpistas y de tensiones internacionales propias de la Guerra Fría. En España emocionó a muchos que soñaban con una ruptura para llegar a la democracia, pero asustó a no pocos por el desorden y la división del Ejército. Portugal era un país hermano y resultaba mejor esperar acontecimientos para cantar victoria de un lado o de otro.
]]> El general António de Spínola pedía asilo en España. Había fracasado su plan en el país vecino y ahora pedía ayuda. Era el 11 de marzo de 1975
El doctor Vicente Pozuelo se quitó el fonendoscopio. El pulso del Caudillo era como un reloj suizo. No le alteraba ni el chiste de «Hermano Lobo», donde salía un muro con una pintada que rezaba: «Gibraltar marroquí». «Está Vd. hecho un chaval», dijo el médico. El Generalísimo, Martillo de Trento, Luz de Herejes, (¿o era al revés?), miró al facultativo. Estaba allí sustituyendo al doctor Vicente Gil, a quien echó Carmen Polo porque casi llegó a las manos con su yerno, el marqués de Villaverde. Si Gil era más ruidoso que un mono con tambor y silbato, Pozuelo parecía un fraile dominico al cargo de la cocina, tan orondo como sonriente. «No, Vicente. Las preocupaciones me matan», contestó con un hilillo de voz. En eso entró un ayudante y entregó un aviso urgente al jefe del Estado. El general portugués Spínola pedía asilo en España. Había fracasado su golpe de Estado en el país vecino y ahora necesitaba ayuda. Era el día 11 de marzo de 1975. La Revolución de los Claveles en abril de 1974 está contada ahora como un relato romántico, pero fueron dos años de violencia social y política trufados de intentonas golpistas y de tensiones internacionales propias de la Guerra Fría. En España emocionó a muchos que soñaban con una ruptura para llegar a la democracia, pero asustó a no pocos por el desorden y la división del Ejército. Portugal era un país hermano y resultaba mejor esperar acontecimientos para cantar victoria de un lado o de otro.
De hecho, el general Spínola había sido el primer presidente de la República tras el fin de la dictadura de Marcelo Caetano y dio la independencia a las colonias portuguesas. Sin embargo, socialistas y comunistas pensaron que aquello era una oportunidad para la revolución e incluso para establecer la dictadura del proletariado. No en vano, la URSS de Leónidas Brézhnev miraba con mucha atención. Spínola fue informado de que el Partido Comunista, apoyado por una parte del Ejército, tenía un plan para dar un golpe de Estado y asesinar a la oposición. Con el fin de evitarlo, Spínola protagonizó su propio golpe el 11 de marzo de 1975. Tras varios enfrentamientos militares, la intentona fracasó y prosiguió el Proceso Revolucionario en Curso. Spínola se escapó en helicóptero y aterrizó sin permiso en la base militar de Talavera la Real, Badajoz. Allí pidió formalmente al gobierno español que pusiera en marcha el «Pacto Ibérico», rubricado en Sevilla el 12 de febrero de 1942, consistente en la defensa mutua de las dictaduras.
«Ese pacto ha caducado», sentenció Franco al ayudante enviado por Arias Navarro con la misiva urgente. Mientras, el doctor Vicente Pozuelo recogía sus bártulos. Aquello no era cosa suya pero le venció la curiosidad. «¿Qué pasa, Su Excelencia?», preguntó distraído. «Ya sabe –contestó el Caudillo–, los líos de Portugal tras la caída de la dictadura, querido amigo. Ahora están bajo el influjo de los comunistas, que lo infectan todo. El Pacto Ibérico no se puede invocar porque lo ha roto el propio Spínola con su revolución de abril de 1974. Si intervenimos la gente atacará la embajada española y yo tendría que mandar paracaidistas a Lisboa. Mal asunto. En cuanto al asilo político, que se lo dé Brasil, su país hermano». Y se quedó tan ancho, sin mover un músculo facial; bueno, y ninguno de los otros.
Ese 11 de marzo de 1975 se desató la violencia tras el fallido golpe de Estado. Las sedes del Partido Cristiano Demócrata y el domicilio de Spínola fueron saqueadas. Recordaban que el 28 de septiembre del año anterior hubo una enorme manifestación de la derecha contraria a la deriva comunista de la revolución. La convocó Spínola llamando a la «mayoría silenciosa». La izquierda levantó barricadas en Lisboa en contra y se produjo el enfrentamiento. Ese 11 de marzo ocurrió lo mismo, con el añadido de que la embajada española fue cercada por los revolucionarios lusos implicando a la dictadura de Franco en el golpe de Estado de Spínola.
El Caudillo vio la jugada. El ejemplo portugués serviría para demostrar a los españoles que la ruptura no era una buena salida, y menos si suponía la división del Ejército. Dio la orden al gobierno de sacar una nota desmintiendo la participación española en la intentona de Spínola, hizo cruces por la no injerencia en los asuntos internos de otro Estado y ordenó que el general portugués y sus dieciocho hombres no salieran de la base militar de Talavera la Real. Así fue. El 14 de marzo fueron trasladados a Madrid y tomaron un avión comercial rumbo a Brasil.
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