El género apocalíptico surgió como expresión literaria en la cultura hebrea y cristiana durante los períodos helénico y romano (del siglo II a.C. al II d.C.); con una intención alegórica, se pretendía con ello recrear la situación sufriente del pueblo judío y de los cristianos, abriendo las puertas pese a todo a una aparición salvadora de carácter mesiánico, ya fuera Moisés en el «Libro de los Jubileos» o Cristo en el «Apocalipsis» de Juan.
]]> Cuando se cumplen cinco años de la covid, el historiador James Belich aborda en su ensayo la época de la peste negra, cuando la sociedad padeció, también desde la vertiente económica, el impacto de esta plaga
El género apocalíptico surgió como expresión literaria en la cultura hebrea y cristiana durante los períodos helénico y romano (del siglo II a.C. al II d.C.); con una intención alegórica, se pretendía con ello recrear la situación sufriente del pueblo judío y de los cristianos, abriendo las puertas pese a todo a una aparición salvadora de carácter mesiánico, ya fuera Moisés en el «Libro de los Jubileos» o Cristo en el «Apocalipsis» de Juan.
Uno de los casos más paradigmáticos es el de las diez plagas de Egipto, la serie de calamidades sobrenaturales que, según el «Antiguo Testamento» y la «Torá», Dios envió a los egipcios para que el faraón permitiera irse a los hebreos esclavos de Egipto. Y es que ese tipo de amenazas en forma de epidemias imparables constituirán un fuerte aviso simbólico para las poblaciones, a lo largo de la historia, que usarán hábilmente los creadores literarios para elaborar relatos llamativos con los que atraer la atención del público. Uno de los más curiosos, el protagonizado por el autor de «Robinsón Crusoe» (1719), que en esta obra ya había jugado con la mezcla de realismo y ficción.
De esta manera, Daniel Defoe llevó su visión periodístico-literaria al límite al publicar «Diario del año de la peste», la crónica en torno a cómo la bubónica de 1665 había acabado con más de cien mil personas, una tragedia que los londinenses aún recordaban y con la que Defoe volvió a conquistarlos.
Aunque de una manera especial: contando la presunta verdad –se incluían estadísticas, ordenanzas políticas, declaraciones de médicos–, pero, en realidad, mintiendo, haciendo pura literatura, como aclara el estudioso Juan Bravo Castillo: «Era tal la exactitud informativa […], el dramatismo ambiental generado por el texto y la verosimilitud del relato […], que hubo quien tomó por realidad lo que era ficción perfectamente reconstruida gracias a la extraordinaria facultad que poseyó Defoe para rehacer aquel ingente drama valiéndose de los testimonios y noticias que de niño había logrado reunir sobre la terrible plaga».
Dos siglos más tarde, algo parecido hará Albert Camus, cuya novela «La peste» (1947) se disparó en la lista de ventas en 2020: la estadística la explicó el coronavirus, el cual hizo revivir esta obra que versa sobre una población acosada por una epidemia.
Contaba la historia de unos doctores consagrados a labores humanitarias en la ciudad de Orán, en un momento en que esta es azotada por una plaga terrible. Todos los integrantes del argumento, desde los médicos hasta los turistas, son el vivo reflejo de las reacciones humanas que aparecen cuando una peste se extiende dentro de una determinada población. Un argumento quizá basado en la epidemia de cólera que Orán padeció en 1849 tras la colonización francesa y que a la vez nos lleva al «Decamerón», de Giovanni Boccaccio.
Vivimos, pues, rodeados de avisos catastróficos, los últimos, los relativos al cambio climático, asunto que tiene un acomodo editorial inmenso cada mes, muchos de tinte esperanzador, como si aún pudiéramos combatirlo, pero otros muy pesimistas, como «El planeta inhóspito» (editorial Debate), de David Wallace-Wells, en el que este, tras reconocer que nuestro mundo llega a su fin, hizo un relato de las consecuencias que tendrán, dentro de una generación, nuestros desmanes frente a la crisis ecológica: hambrunas, plagas, contaminación de aire extrema, migraciones innumerables, crisis económicas y guerras. Es decir, los elementos de los que se ha nutrido la ciencia ficción para asustarnos, con deleite y entretenimiento, pero para asustarnos al fin y al cabo.
Y, sin embargo, sólo necesitamos dosis de realidad, dosis de acontecimientos históricos, para vernos en «El mundo que forjó la peste» (Desperta Ferro), como reza el libro de James Belich (Wellington, 1956), licenciado en Historia en la Universidad Victoria (Nueva Zelanda) y profesor jubilado de Historia Imperial y de la Commonwealth en la Universidad de Oxford y director del Centro Oxford de Historia Global.
En su libro aborda la famosa época de la peste negra, la sociedad que la padeció desde la vertiente económica, el impacto de la peste en el sur musulmán o lo que tiene que ver con los imperios coloniales en este terreno. Así, el punto de partida del autor es hablar del origen, carácter y expansión de la peste, con sus consecuencias demográficas, a lo largo de cuatrocientos años, por medio de treinta brotes.
El estudio de Belich, tras analizar los siglos XIV-XVIII, radica en analizar lo que da en llamar una «edad de oro», entre 1350 y 1500, que catapultó como nunca antes el consumo entre los diferentes pueblos, lo que generaría una suerte de globalización comercial al crecer la compraventa de productos que se hicieron fundamentales, tales como el azúcar y las especias.
Por ello, el libro lleva al lector a diferentes escenarios, como Europa Oriental, el Próximo Oriente o China, es decir, multitud de áreas geográficas que tuvieron que hacer frente de una forma u otra al desastre demográfico que implicó la peste negra. En suma, la tesis del investigador es comprender la evolución del mundo «por culpa/gracias» a la peste, por así decirlo, pues su impacto motivó que las distintas civilizaciones encontraran nuevas vías para la supervivencia.
Ratas y demografía
«La peste negra no siempre se comportó como las pandemias modernas –apunta Belich–. Para empezar, su mortalidad fue mucho mayor. […] En el pasado, el principal modo de transmisión del patógeno a largas distancias fue el comercio de grano por barco, que transportaba ratas ocultas, en ocasiones con sus pulgas», prosigue.
He aquí el quid de la cuestión. Aquellas rutas marítimas del comercio de grano llevaron a que se diseminara la peste por el Mediterráneo en el periodo 1347-1348, y también por las costas del norte de Europa en 1348-1352. Las ratas, protagónicas en los barcos, también, por supuesto, aparecían en carretas o caravanas de camellos, pero en todo caso la catástrofe que significó la peste negra fue incomparable, mayor que otra epidemia, sucedida en Eurasia occidental en 1835-1838, en el Imperio otomano, «lo que nos da como resultado una “era de la peste” de casi cinco siglos».
Luego, media docena de brotes más en el siglo XIV afectaron a la mayor parte de Eurasia occidental, a los que se añadieron otros en el XV. Belich va detallando cada oleada pandémica en un fenómeno que podía eliminar a la mitad de la población, tanto urbana como rural. Ello tuvo un reflejo en la demografía y, más específicamente, en repuntes en los compromisos matrimoniales, pues había «por doquier buenas viviendas vacantes y se casaban en masa por toda Europa.
Un contemporáneo italiano se indignaba ante semejante tendencia: «Cuando terminó la plaga, los hombres resurgieron: aquellos que no tenían esposas las tomaron ahora. Y las mujeres que habían enviudado se volvieron a casar». De hecho, tras el cataclismo de enfermedades que destruían el tejido humano y social de algún lugar, emergía una nueva manera de entender la vida y encarar el futuro.
«Jóvenes, ancianas y solteronas, todas siguieron este camino. Y no solo estas mujeres, sino también incontables monjas y hermanas, que abandonaron los hábitos y se convirtieron en esposas. No pocos frailes se perdieron por hacer tales cosas; y hasta hubo hombres de noventa años que tomaron solteronas. Tal era la premura por volver a casarse que ya había más bodas que días, y muchos ni siquiera esperaban al domingo para celebrar los esponsales».
Este tipo de situaciones hicieron que hubiera altas tasas de natalidad tras la peste y la consiguiente mortandad, lo que «significó una muestra impresionante de la resistencia humana y originó un entorno demográfico de “alta presión” en el que tanto las tasas de natalidad como las de mortalidad eran elevadas», prosigue contando el historiador.
Es, todo ello, como si se aplicara lo que Ralph Waldo Emerson definió como «la ley de la compensación»; la vida siempre se abre camino, por instinto de supervivencia y de conservación de la especie.
Ahora, cuando se cumplen cinco años de la covid, este estudio de Belich ofrece al lector claves para entender la fuerza transformadora de las pandemias en nuestras sociedades, puesto que llevó a cambios en los ámbitos laborales, comerciales y tecnológicos en Eurasia; afrontar y prevenir las pestes condujo a un despegue civilizatorio sin igual en Occidente; por ejemplo, la escasez de mano de obra hizo que se enfatizara el uso de las energías hidráulica y eólica y de la pólvora, a lo que habría que añadir el desarrollo de tecnologías como los altos hornos, las armas de fuego y los galeones artillados.

Para saber más…
- «El mundo que forjó la peste» (Desperta Ferro), de James Belich, 760 páginas, 28,95 euros.
LA PANDEMIA DE LA SOLEDAD
►Hay otra «peste», universal, infinita, que atenta contra la humanidad como ninguna otra, y que incluso resulta más peligrosa porque es invisible. La estudió Vivek H. Murthy en «Juntos. El poder de la conexión humana» (Crítica, 2021), donde presentó la idea de que el mundo parece más conectado que nunca, pero la soledad se extiende como una epidemia, preguntándose: ¿cuál es el efecto que tiene en nosotros y cómo podemos tratarla, incluso en la distancia? Murthy afirmaba que la soledad constituye un problema de salud pública y que no es casualidad que, en algunos países, los gobiernos la hayan incorporado a sus agendas de trabajo, dado que constituye el origen y el agente colaborador de muchas de las epidemias generalizadas en el mundo actual, desde el alcoholismo y la drogadicción hasta la violencia, la depresión o la ansiedad. Pero la soledad no sólo afecta a la salud, sino también a cómo viven nuestros hijos el colegio, a nuestro rendimiento en el trabajo y al sentimiento de división que reina en nuestra sociedad y que la pandemia del Covid-19 puso de relieve más que nunca. De hecho, este médico ayudó a hacer frente al virus del ébola y del zika.
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