El año 2024 fue un buen año para la economía y las previsiones para este 2025 son que continúe en la buena senda. En estos años tras la pandemia, España está siendo la responsable de buena parte del empleo creado en la eurozona. Detrás del “milagro español” está el fuerte tirón del sector turístico y un espectacular crecimiento de la población: más de un millón de personas en apenas dos años. Dado el escenario de muy baja natalidad, la práctica totalidad de esta subida se produce gracias a la llegada de población extranjera, mayoritariamente extracomunitaria, que es quien ocupa casi el 90% de los nuevos empleos que se generan.
El buen momento económico se asienta sobre una desigualdad que dibuja un tejido social cada vez más fragmentado
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado
El buen momento económico se asienta sobre una desigualdad que dibuja un tejido social cada vez más fragmentado

El año 2024 fue un buen año para la economía y las previsiones para este 2025 son que continúe en la buena senda. En estos años tras la pandemia, España está siendo la responsable de buena parte del empleo creado en la eurozona. Detrás del “milagro español” está el fuerte tirón del sector turístico y un espectacular crecimiento de la población: más de un millón de personas en apenas dos años. Dado el escenario de muy baja natalidad, la práctica totalidad de esta subida se produce gracias a la llegada de población extranjera, mayoritariamente extracomunitaria, que es quien ocupa casi el 90% de los nuevos empleos que se generan.
El crecimiento demográfico y económico aupado en los servicios y la inmigración tiene múltiples beneficios. Entre otras cosas, contribuyen a un dinamismo inusitado del mercado laboral y a pagar la elevada factura de las pensiones en nuestra sociedad envejecida. Además, la población migrante resuelve, sobre todo la femenina, una crónica crisis de cuidados en un sector que arrastra un importante déficit de inversión pública.
Pero esta España que crece plural y diversa se asienta sobre una desigualdad que dibuja un tejido social cada vez más fragmentado. La economía de servicios y la exigua política migratoria conceden agilidad a las incorporaciones. Sin embargo, la combinación de salarios bajos y empleos inestables, un mercado inmobiliario que da respuestas endemoniadas a la nueva demanda y la limitada red mínima de protección social, ofrecen a los recién llegados unas condiciones de partida particularmente frágiles. Así lo señalan todos los indicadores relacionados con la pobreza y la exclusión social que elabora la Agencia Estadística Europea (Eurostat). Los extranjeros extracomunitarios residentes en España se enfrentan a un riesgo mucho mayor de sufrir una situación de privación material severa que los nacionales. Con una diferencia de más de 30 puntos, España presenta una de las brechas más altas en la UE en cuanto a la exposición al riesgo de pobreza. Detrás de la elevadísima tasa de pobreza infantil (estamos solo por detrás de Rumania y Bulgaria) se encuentran sobre todo hogares con progenitores de nacionalidad extranjera y en especial monoparentales encabezados por mujeres de origen migrante. Miremos donde miremos, el lugar de origen es una variable que explica una vulnerabilidad social que desde principios de este siglo ha adquirido un carácter estructural.
Existe pues un nexo fuerte entre el buen rendimiento de la economía, los flujos migratorios y una elevada y pujante fractura social. En cierta forma, el país ofrece a miles de personas un horizonte de promesas al tiempo que les empuja al borde del precipicio. La progresiva mejora del salario mínimo ha sido la política más cohesionadora de estos últimos años, pero está muy lejos de garantizar la seguridad que una parte significativa de la sociedad necesita. En general, lo que tenemos son unas políticas sociales que van a remolque de las necesidades que el propio modelo de crecimiento genera y que abocan al Estado a recurrir a actuaciones de emergencia cada vez que la exposición al riesgo, por una inundación, un virus o una subida de precios, de las personas que acumulan fragilidades se vuelve insostenible. Obviamente no es lo mismo un gobierno que se apresura a poner en marcha un escudo social cada vez que hay una crisis que otro que no lo hace, pero son esfuerzos destinados a amortiguar los golpes en lugar de prevenirlos. Vivir sin papeles —cerca de medio millón de personas, según algunas estimaciones— es la condición que con más crudeza expone a las personas a tanta inseguridad vital. El recurso ya habitual a las regularizaciones masivas constata la ausencia de una verdadera política migratoria que, además de servir al progreso del país, garantice unas condiciones dignas para la ciudadanía en su conjunto, venga de donde venga.
Además de un palpable problema de justicia social, otro daño colateral de este modelo de crecimiento es la consolidación de fuertes dinámicas segregadoras en la sociedad que llevan a un reparto muy desigual de los costes y beneficios de eso que llamamos progreso. En ciudades como Madrid o Barcelona nos estamos habituando a vivir en realidades paralelas donde el bienestar o las oportunidades se reparten por barrios y escuelas. En las últimas dos décadas nos hemos abonado a la tradición americana de la desigualdad residencial y educativa tan bien descrita por la socióloga Anne Lareau.
Que el Producto Interior Bruto vaya como un tiro no significa que las condiciones de vida mejoren para importantes capas de la sociedad, ni que estemos poniendo las bases para un futuro compartido mejor. Crecemos porque somos más, no porque vivamos o trabajemos mejor. Esta realidad lleva un tiempo alterando el panorama electoral de no pocos países y convendría no ignorarla. Y sin embargo, al igual que en tantos otros temas, la abierta hostilidad de la extrema derecha conduce —como bien indicaba Daniel Innerarity en estas páginas— la conversación pública a un lugar en el que no existen dilemas ni dudas razonables, sino sólo buenos o malos discursos que cada vez dejan más indiferente a la sociedad. Las ausencias en el debate público se terminan cubriendo. Cuidado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Añadir usuarioContinuar leyendo aquí
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
Flecha
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos
Más información
Archivado En
Opinión en EL PAÍS