El debate | ¿Son los jóvenes de hoy más frágiles que los de antes?

Resulta complicado encontrar a un joven de la generación millenial al que no le hayan comparado con algún integrante de su familia de una generación anterior. Al que no le hayan dicho que las condiciones de vida son ahora mucho más amables, que la alfombra está puesta para que triunfe, y que si no lo consigue es, tal vez, porque no tiene capacidad de sacrificio. ¿Cuáles son los mayores frenos en el desarrollo del proyecto vital de los jóvenes? ¿Es una cuestión de carácter o es el escenario social actual el que les está estancando? Tres expertos en la materia aportan sus visiones.

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 El término “generación de cristal” se utiliza para describir a unos jóvenes supuestamente con menos capacidad que sus mayores de enfrentarse a los problemas. ¿Es un problema de educación o es que lo tienen todo más difícil?  

Resulta complicado encontrar a un joven de la generación millenial al que no le hayan comparado con algún integrante de su familia de una generación anterior. Al que no le hayan dicho que las condiciones de vida son ahora mucho más amables, que la alfombra está puesta para que triunfe, y que si no lo consigue es, tal vez, porque no tiene capacidad de sacrificio. ¿Cuáles son los mayores frenos en el desarrollo del proyecto vital de los jóvenes? ¿Es una cuestión de carácter o es el escenario social actual el que les está estancando? Tres expertos en la materia aportan sus visiones.

Marta Carmona y Javier Padilla, médicos vinculados a Más Madrid y autores de Malestamos, opinan que los jóvenes se encuentran con unas condiciones económicas más duras que las generaciones anteriores para llegar al mismo nivel de vida. La psicopedagoga Sonia López Iglesias cree que hay un problema de sobreprotección que hace que muchos jóvenes no puedan tratar con la frustración en la edad adulta.


Es la precariedad la que lastra su proyecto vital

Marta Carmona y Javier Padilla

La manida expresión ”generación de cristal”, inicialmente dirigida a los mileniales —los nacidos entre los años ochenta y mediados de los noventa—, con sus integrantes más añosos cumpliendo holgadamente los 40, se ha ido extendiendo progresivamente a la generación Z —los nacidos entre la segunda mitad de los noventa y principios de este siglo—. Ambas generaciones han abrazado la reivindicación por una mejor salud mental, hablan abiertamente de la terapia, de ansiedad, de depresión y también, aunque en menor medida, de trastorno mental grave. Roto el tabú de generaciones previas se abre una discusión pertinente: ¿han visibilizado una realidad que siempre estuvo ahí y solo se hallaba oculta?; ¿se frustran más que antes?

Lo cierto es que problematizar la fragilidad de los jóvenes nos lleva a mirar dentro de ellos, a analizar de qué pasta están hechos, de qué recursos internos disponen para elaborar la adversidad, cómo se cuentan su historia, qué aspiraciones tienen. Sin embargo, si antes de hacer esas preguntas ampliamos un poco el foco y observamos el contexto, encontramos que de los mileniales se ha dicho en reiteradas ocasiones que, desde que se asomaron al mundo, solo han saltado de una crisis a otra. Ante este relato, la respuesta de las generaciones previas es que ellos también sufrieron, pero que con esfuerzo y trabajo duro se sale adelante.

Sin embargo, se abre un desencuentro importante entre ambas narrativas. Lo cierto es que los años de salario que hoy resultan necesarios para afrontar la compra de una vivienda son muy superiores a los que eran necesarios hace 30 o 50 años. Los pilares del Estado de bienestar que construyeron las generaciones previas hoy se encuentran precarizados, y son particularmente significativas la pérdida del ascensor social que sí funcionó en décadas previas y el camino inexorable —si no se toman medidas que lo eviten— a una sociedad segregada en función de quién hereda un bien de primera necesidad como la vivienda.

Mientras sus padres, profesores y jefes les animan a esforzarse y trabajar duro, los jóvenes —y ya no tan jóvenes— observan unas instituciones cada vez más enflaquecidas, así como centros de salud de barrios sin cita hasta dentro de tres semanas. Lo que se suponía que funcionaba, cada vez funciona menos.

Es difícil confiar en que todo saldrá bien en esas circunstancias. Todas las generaciones se han enfrentado a adversidades —somos nietos y bisnietos de un trauma generacional durísimo mal elaborado a partir de silencios férreos—, la diferencia es que las generaciones previas contaban con la promesa de un mundo mejor que daba sentido al proyecto biográfico. Los jóvenes, sin embargo, escuchan continuamente que son la primera generación que vivirá peor que sus padres. Observan cómo el mundo de los adultos —o de los más adultos que ellos— pretende hacer como si el mercado laboral no fuera a transformarse enormemente en los próximos años fruto de la entrada masiva de tecnologías disruptivas.

Es difícil construir un proyecto vital en la más absoluta incertidumbre, con cada vez menor sensación de agencia y soberanía sobre ese proyecto. ¿Tienen los jóvenes nuevas promesas a las que aferrarse? Si hablamos de su salud mental, no puede desgajarse de las condiciones de vida. El sufrimiento psíquico adopta distintas formas y presentaciones, pero siempre está en relación con las cosas que nos pasan.

Si para entender a los jóvenes solo les miramos a ellos y sus entornos inmediatos nos encontraremos familias sobreprotectoras, familias negligentes, familias disparatadas o familias encantadoras que capean como pueden lo que la vida les va dando. Durante todo el siglo XX se soñó con un siglo XXI y eso permitió superar los mayores horrores de la historia de la humanidad. En el siglo XXI, guardamos un silencio sepulcral frente al XXII (suena extraño hasta escribirlo). No es de extrañar que quienes tienen el grueso de la vida por delante nos digan que resulta imposible tener salud mental en una sociedad que se ha olvidado del futuro.


La sobreprotección impacta en la vida adulta

Sonia López Iglesias

Muchos jóvenes de nuestra sociedad han crecido bajo un modelo educativo sobreprotector. Un acompañamiento que impide a la persona, durante su infancia y adolescencia, desarrollar adecuadamente su autonomía, proceso de aprendizaje y la capacidad de afrontar las dificultades. Un modelo educativo en el que las familias han evitado que sus hijos se frustren, sufran, cometan errores o experimenten emociones desagradables, anticipándose a sus posibles errores y eliminando los obstáculos en su camino. Y todo ello tiene un impacto en cómo el joven gestiona su vida adulta.

Este instinto protector, llevado al extremo, impide a la persona desarrollar de manera adecuada su madurez y las competencias necesarias para enfrentar la vida de forma autónoma y efectiva. Esa falta de preparación convierte al joven en una persona vulnerable ante retos cotidianos de la vida adulta, como las frustraciones laborales o las dificultades en las relaciones personales.

La llamada crianza helicóptero (del inglés helicopter parenting) es un término citado por primera vez en 1969 por el psicólogo israelí Haim Ginott. Su uso se generalizó en 1990, cuando los psicólogos estadounidenses Jim Fay y Foster Cline lo utilizaron para definir a los padres sobreprotectores, dispuestos a rescatar a sus hijos de cualquier problema y decepción que pudieran experimentar.

Tal y como comprende este término, a medida que la persona llega a la edad adulta, las secuelas de ese tipo de crianza se hacen más evidentes. El joven que ha crecido en un entorno sobreprotector suele tener dificultades para identificar y gestionar sus propias emociones, así como para validar las de los demás, lo que puede provocarle elevados niveles de ansiedad y estrés.

Esta situación a menudo se traduce en una autoestima frágil, inseguridad constante y un temor persistente a cometer errores, lo que le impide confiar en sus propias capacidades y tomar buenas decisiones.

En el plano laboral, la falta de experiencia en la toma de decisiones y en la resolución de problemas puede dificultar que el joven se adapte a entornos de trabajo exigentes o asuma roles de liderazgo en proyectos. Podría mostrar poca seguridad en sí mismo, iniciativa personal y capacidad para afrontar contratiempos, lo que limitará su progresión profesional. Además, el temor constante a cometer errores le generará miedo al fracaso, lo que afectan negativamente a su rendimiento.

A menudo, el joven que ha crecido en un entorno sobreprotector no ha desarrollado adecuadamente las habilidades necesarias para gestionar su dinero de manera efectiva. Como resultado, enfrentará dificultades para tomar decisiones económicas acertadas, ahorrar, planificar a largo plazo, realizar buenas inversiones o manejar situaciones financieras complejas, como la gestión de deudas. El temor al error y la falta de experiencia práctica pueden generar en él una sensación de vulnerabilidad frente a situaciones imprevistas, como una crisis económica o la pérdida de empleo.

Los jóvenes que han sido excesivamente protegidos por sus familias tienden a carecer de las habilidades sociales e independencia emocional necesarias para establecer relaciones saludables, ya sea con familiares, amigos, pareja o compañeros de trabajo. Mostrarán dificultades para interactuar de manera efectiva en situaciones imprevistas, encarar los conflictos de manera madura, comunicarse afectivamente y asumir responsabilidades dentro de una relación. El miedo a la confrontación o a ser juzgado también puede provocar que el joven acabe aislándose o dependiendo de los demás.

Es fundamental que estas personas aprendan a desarrollar su autonomía, a aceptar los errores como parte esencial del aprendizaje y a fortalecer su resiliencia para poder superar los desafíos del día a día. Solo así podrán superar los efectos de una crianza sobreprotectora que les ha desprotegido y disfrutar de una vida plena, equilibrada y satisfactoria. El contexto socioeconómico también influye, pero no tanto como una personalidad mal construida.

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