La corrupción ha tentado a la cúspide francesa de la ultraderecha. Marine Le Pen ha sido condenada por un delito de malversación de fondos públicos a cuatro años de prisión y cinco años de inhabilitación para acceder a cargos públicos —más 300.000 euros de multa—, junto a otros miembros de su partido, que han encontrado el mismo destino en una trama que ha costado 4,1 millones de euros al Parlamento Europeo, es decir, a los ciudadanos europeos. Esta sentencia, de ejecución inmediata, abre un nuevo periodo de incertidumbre. Puede significar el fin de la saga regresiva que fundó Jean-Marie Le Pen en 1983 y que legó a su hija Marine, trastocando con sus sagaces manos el sistema democrático francés desde 2002. El partido de extrema derecha ideado por el padre —Frente Nacional—, rebautizado mucho después por la hija —Reagrupamiento Nacional—, está hoy profundamente arraigado en el tejido político del país, en los municipios, las regiones y en la Asamblea Nacional. Las últimas elecciones legislativas, merced al respaldo de 11 millones de electores, lo han convertido en la primera fuerza del tablero político nacional. Ahora la cuestión se centra en la posible repercusión y la onda expansiva de su nueva etiqueta de delincuente corrupta, lo que es, de hecho, un golpe letal contra la líder histórica y simbólica del movimiento ultra francés.
La pinza política que ha lastrado la democracia francesa en las últimas décadas ha saltado con la condena de la líder ultraderechista
La corrupción ha tentado a la cúspide francesa de la ultraderecha. Marine Le Pen ha sido condenada por un delito de malversación de fondos públicos a cuatro años de prisión y cinco años de inhabilitación para acceder a cargos públicos —más 300.000 euros de multa—, junto a otros miembros de su partido, que han encontrado el mismo destino en una trama que ha costado 41,4 millones de euros al Parlamento Europeo, es decir, a los ciudadanos europeos. Esta sentencia, de ejecución inmediata, abre un nuevo periodo de incertidumbre. Puede significar el fin de la saga regresiva que fundó Jean-Marie Le Pen en 1983 y que legó a su hija Marine, trastocando con sus sagaces manos el sistema democrático francés desde 2002. El partido de extrema derecha ideado por el padre —Frente Nacional—, rebautizado mucho después por la hija —Reagrupamiento Nacional—, está hoy profundamente arraigado en el tejido político del país, en los municipios, las regiones y en la Asamblea Nacional. Las últimas elecciones legislativas, merced al respaldo de 11 millones de electores, lo han convertido en la primera fuerza del tablero político nacional. Ahora la cuestión se centra en la posible repercusión y la onda expansiva de su nueva etiqueta de delincuente corrupta, lo que es, de hecho, un golpe letal contra la líder histórica y simbólica del movimiento ultra francés.
Las múltiples reacciones de solidaridad y de indignación en el país, sobre todo de una parte de la clase política y de aquellos que no quieren ofender al partido de Le Pen, han servido para impulsar la línea de defensa elegida tanto por Marine Le Pen como por su organización política: sustentar que la decisión judicial condenatoria es “política”, una suerte de “caza de brujas” encaminada a impedir su candidatura a las presidenciales. No es por casualidad si la extrema derecha internacional, desde Italia hacia Holanda y EE UU, incluso el mismo Donald Trump, denuncian sistemáticamente la “vulneración del Estado de derecho por los jueces” cuando se responde a los impulsos golpistas que les caracteriza.
Marine Le Pen pretende ejercer presión anunciando que recurrirá la sentencia en un procedimiento extraordinario cuya resolución no tendrá lugar hasta pasados, como mínimo, 18 o 24 meses, es decir, en el límite de los comicios (entre abril y mayo de 2027). Sea como fuere, la campaña presidencial comenzará el próximo año y entrará en fase activa a partir de octubre de 2026 con una líder inhabilitada para ser elegida. Entretanto, tendrá que resolver serios problemas técnicos vinculados a la campaña electoral: ¿quién solicitará a los bancos y será responsable de los préstamos para la financiación?, ¿quién saldrá en la foto de la campaña publicitaria?, ¿quién representará, en definitiva, la candidatura oficial, ella o su delfín, Jordan Bardella?
Espinosa se antoja, por otro lado, la deriva de Jordan Bardella, un joven totalmente desconocido que repite sin vacilar el credo de su jefa pero que tiene la fortuna de no haber compartido el curso indecente de la historia del partido estas últimas tres décadas. Tras apoyarlo en contra de la mayoría de sus correligionarios, por mostrar una cara moderada del neofascismo populista y un factible perfil respetable en el campo político, Marine Le Pen ha arropado a Bardella en las últimas elecciones de julio de 2024 como su “futuro primer ministro”. No pensó ella entonces en la posibilidad de convertirse hoy en una hipotética “primera ministra de Bardella”, como algún periodista le ha señalado recientemente en una entrevista televisiva. Viendo que se esfuma la carrera presidencial a la que ha dedicado sus últimos veinte años, no se sabe si tratará de movilizar a los simpatizantes y electores para influir sobre la decisión de los jueces. ¿Tal vez un golpe de Estado populista a la manera de los simpatizantes de Trump en el Capitolio de Washington? En realidad, todavía no se ha encontrado en el seno del partido una respuesta adecuada fuera del recurso de apelación, y nadie se atreve en su entorno a sugerir una solución que no sea de su agrado. De momento, la jefa del partido no quiere ni hablar de la posible candidatura de su delfín.
El partido está dividido, grosso modo, entre dos corrientes: una de extrema derecha ultranacionalista, xenófoba, racista y antieuropea, clave heredada del patriarca, Jean-Marie Le Pen; la otra, de tinte nacionalista, ultraconservadora, económicamente ultraliberal y supuestamente moderada, la encarna Bardella, una suerte, por así decirlo, de cara dulce del populismo iliberal siglo XXI. Marine Le Pen sintetiza ambas perspectivas ideológicas porque sabe que, para llegar al Eliseo, las necesita tanto para conservar su electorado histórico como para reclutar a quienes no comparten completamente su discurso, pero andan hartos del “sistema”.
Ahora bien, con la condena, pocas oportunidades le quedan: si mantiene un consenso en torno de la figura de Bardella como candidato presidencial, y éste consigue la victoria, será difícil evitar un enfrentamiento entre ellos dados los enormes poderes que la Constitución confiere al presidente, que nombra y revoca libremente al primer ministro. Pero tampoco se puede imaginar una Marine Le Pen ministra de su delfín (un sistema según el modelo ruso de Putin-Medvedev, y viceversa, es improbable en la democracia francesa). Si Bardella no gana, lo que es probable, el partido entrará en un escenario de graves turbulencias por tener una candidata inhabilitada y un dirigente sin cristalizar. A partir de la sentencia condenatoria, la extrema derecha francesa se enfrenta, pues, a un serio dilema.
En cualquier caso, la condena de Marine Le Pen brinda una oportunidad excepcional para salir de la pinza que ha lastrado la historia política de Francia estas últimas décadas, que obliga a elegir entre un candidato que volverá a decepcionar (sea François Hollande o sea Emmanuel Macron) y una líder de extrema derecha, ultranacionalista y antieuropea. En realidad, es el curso de los últimos cuarenta años lo que está ahora en tela de juicio en Francia. Para los dirigentes de otros partidos políticos, la presencia en la segunda vuelta de las presidenciales de una candidatura de extrema derecha era una cierta garantía para ganar, gracias a la estrategia del “cordón sanitario” en la vieja tradición republicana francesa. Bien lo había entendido el difunto presidente François Mitterrand, que había incluso colaborado, cambiando el sistema electoral en las legislativas en 1986, para que Le Pen se instalara en el campo político, como mecanismo disuasivo del triunfo de la derecha, que no se aliaría, por sus valores republicanos, a una fuerza tan radicalmente anti republicana. Pero las cosas han cambiado desde que la extrema derecha se ha asentado en el tablero político del país, debilitando a una derecha cada vez más reaccionaria y a una izquierda sin brújula ni proyecto factible de gobernabilidad. Y, entre tanto, los tribunales de justicia están demostrando, desde las diversas condenas de exministros y de un expresidente de la República, Nicolas Sarkozy, que, en un Estado de derecho digno de este nombre, nadie está por encima de la ley. El partido lepenista ha desatado una ofensiva feroz contra la inhabilitación de su jefa, apoyado por los grandes medios de comunicación de los billonarios que se han vuelto, hoy en día, los principales defensores de los “valores” de exclusión de la extrema derecha. La batalla solo está empezando. Pero Marine Le Pen ha sido duramente tocada.
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