Por si no fueran suficientes las evidencias acumuladas en los últimos tiempos, el caso Marine Le Pen pone de manifiesto la necesidad de recoser Europa. La duda es si llegamos a tiempo. Si la claudicación de las derechas ante las exigencias de la extrema derecha es corregible cuando Trump está marcando las reglas del juego, el liberalismo se diluye, los liderazgos conservadores decaen, las socialdemocracias se desdibujan y las izquierdas han regresado al tradicional y miserable mundo de la psicopatología de las pequeñas diferencias.
La condena a Marine Le Pen hurga en la herida de la UE: el protagonismo creciente de la ultraderecha
Por si no fueran suficientes las evidencias acumuladas en los últimos tiempos, el caso Marine Le Pen pone de manifiesto la necesidad de recoser Europa. La duda es si llegamos a tiempo. Si la claudicación de las derechas ante las exigencias de la extrema derecha es corregible cuando Trump está marcando las reglas del juego, el liberalismo se diluye, los liderazgos conservadores decaen, las socialdemocracias se desdibujan y las izquierdas han regresado al tradicional y miserable mundo de la psicopatología de las pequeñas diferencias.
El tejido del debate político tiene más rotos que ideas. Y los parlamentos viven de la confrontación, con las cartas marcadas de antemano. La Unión Europea, que nunca ha conseguido una real cercanía con los ciudadanos, en parte por el recelo de los partidos a que se meta en casa, no consigue superar la imagen de un invento elitista. Un cartel de personajes satisfechos que bailan a distancia de los problemas reales, encantados de no tener que mojarse en la política nacional del día a día. Y todo ello contribuye a alimentar la idea de una casta que, a menudo, pone sus intereses por encima de la ciudadanía, como se aprecia con el furor con el que defienden cuotas y cargos. Y suena el desconcierto cuando la presidenta Von der Leyen pone sobre la mesa 800.000 millones de euros para armar Europa sin que nadie acierte a explicar el porqué. Un gesto que empalma con la tradición autoritaria, de regreso a estas tierras, en la que el fin eran las armas y lo demás se daba por añadidura.
Armar Europa, ¿para qué? Parece que preguntar estas cosas es demasiado exigente, cuando es un principio elemental que en democracia las armas no pueden ser un fin en sí mismas. Las armas para defenderse: ¿de quién?; ¿para conseguir qué? Son iniciativas que transmiten una alarmante sensación de impotencia y de incoherencia. ¿Cómo se puede pretender tomar una decisión de esta envergadura sin tener claros los objetivos, ni siquiera los aliados? El resultado de tal frivolidad se ha hecho rápidamente visible: el anuncio no ha hecho más que alimentar el miedo. No hay ahora mismo una conversación entre europeos sin que salga a escena una angustia compartida: ¿qué va a pasar? El embrollo mundial ha trasladado a Europa un temor ante el futuro inmediato que no se veía desde la posguerra.
En este envite, las instituciones comunitarias han perdido pie, probablemente porque siempre se han querido diferenciar de la política encarnada, lo cual podría ser una buena noticia si no fuera por el peso del miedo y la ignorancia. Bruselas queda en segundo plano a la hora de defender a los europeos, porque las armas y la movilización, mal que pese, siguen necesitando acento patriótico (y es obvio que Europa no existe como patria). Francia, Alemania y Reino Unido se apresuran a asumir el protagonismo, sin que por ello se avance mucho en la concreción. Y, poco a poco, la política regresa a los Estados. Y las alianzas no pasan por Bruselas, sino por las capitales, lo que, dicho sea de paso, invita a una reflexión sobre las instituciones exquisitas de la Unión Europea.
Por tanto, a partir del entramado nacional se han de dibujar las estrategias en curso, confirmando que la unidad de Europa es una intención más que una realidad y que, en cualquier caso, los sujetos siguen siendo los Estados. Y ahí tenemos el estallido de estos días, la condena por corrupción a Marine Le Pen, que hurga en la herida que duele a Europa: el protagonismo creciente de la extrema derecha que hace difícil, por no decir imposible, el acuerdo sobre la pregunta: rearmarse, ¿para qué? O, si se prefiere decirlo de otra manera, ¿cuál es el destino de Europa?
Con Le Pen condenada, la extrema derecha europea salta de indignación. La culpa es de los jueces. La reacción del húngaro Orbán —“Yo soy Marine”— se ha hecho icónica. De modo natural, se asume el argumentario de Trump: la justicia no puede tocar al que viene aupado por el voto popular. Le Pen lo hace suyo el mismo día en que el presidente estadounidense —con un montón de causas judiciales en su currículum— amaga ya con su nuevo desafío a la legalidad: presentarse a un tercer mandato. Y la indignación con los jueces gana terreno, e incluso parte de la derecha francesa la hace suya, cuando parece difícil negar un caso tan flagrante de desvío de fondos públicos.
¿Dónde está el proyecto compartido que exige rearmar Europa cuando una parte importante de los Parlamentos europeos —y el francés en primera línea— están en manos de una extrema derecha amiga de Trump y de Putin (encuentro, dicho sea de paso, que pone un esperpéntico fin a la historia de la fabulación comunista)? La realidad de Europa es que las derechas tradicionales vienen desplazándose sistemáticamente hacia una extrema derecha que, en Francia, por ejemplo, ya ha tomado ventaja. Para ellas, el problema es la democracia liberal, que es la que quieren cargarse, y por eso defienden la impunidad del que aspira a gobernar, si es de los suyos. Las derechas van claudicando. Feijóo en España ya ha dado vía libre en las comunidades autónomas a la alianza con Vox. Y en estas condiciones, ¿cómo pretender un proyecto común contra los que acechan a Europa y a la democracia? El enemigo está en casa. Las derechas moderadas le dan vida. Y Europa se tambalea. Rearmarla sólo tiene sentido dentro de un plan para reanimarla.
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