Hay varias notas destacables en el modo en el que Donald Trump está ejerciendo su presidencia. La principal es la obsesión por acaparar toda la atención mediática posible. Todo el mundo, en un sentido literal, debe estar pendiente de sus decisiones; no puede hablarse ni discutirse de otra cosa; lo que ocurra en el Despacho Oval debe formar parte de nuestras vidas como el comer o dormir. Mantener esta dinámica de continua omnipresencia requiere, como es lógico, el recurso a todos los trucos de la política como espectáculo. Y con ello no me refiero solo a la extravagante escenificación de sus decisiones valiéndose de fullerías como esa tabla en la que presentó el “menú” de los aranceles por países o bautizando su empeño como el “Día de la liberación”. Si así consiguió captar tanta atención es por la naturaleza penalizadora de sus medidas, por la crueldad, el sadismo incluso, con el que se presentó como justiciero universal, atribuyendo premios y castigos en función de lo que considera que es lo justo para su país. Trump como Moisés presentando al mundo las tablas de sus mandamientos, inspirados en la ira de Yahvé. En este caso, erigiéndose en representante de la furia vengadora frente a quienes supuestamente han venido mangoneando (push around) a Estados Unidos, el resentimiento patológico de quien se siente agraviado de forma permanente.
El magnate encaja en la categoría del “demagogo hipnótico” teorizada por Sloterdijk: el líder que se vale del lenguaje como herramienta de dominación emocional y se sirve de una “teatralidad política ritualizada”
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El magnate encaja en la categoría del “demagogo hipnótico” teorizada por Sloterdijk: el líder que se vale del lenguaje como herramienta de dominación emocional y se sirve de una “teatralidad política ritualizada”


Hay varias notas destacables en el modo en el que Donald Trump está ejerciendo su presidencia. La principal es la obsesión por acaparar toda la atención mediática posible. Todo el mundo, en un sentido literal, debe estar pendiente de sus decisiones; no puede hablarse ni discutirse de otra cosa; lo que ocurra en el Despacho Oval debe formar parte de nuestras vidas como el comer o dormir. Mantener esta dinámica de continua omnipresencia requiere, como es lógico, el recurso a todos los trucos de la política como espectáculo. Y con ello no me refiero solo a la extravagante escenificación de sus decisiones valiéndose de fullerías como esa tabla en la que presentó el “menú” de los aranceles por países o bautizando su empeño como el “Día de la liberación”. Si así consiguió captar tanta atención es por la naturaleza penalizadora de sus medidas, por la crueldad, el sadismo incluso, con el que se presentó como justiciero universal, atribuyendo premios y castigos en función de lo que considera que es lo justo para su país. Trump como Moisés presentando al mundo las tablas de sus mandamientos, inspirados en la ira de Yahvé. En este caso, erigiéndose en representante de la furia vengadora frente a quienes supuestamente han venido mangoneando (push around) a Estados Unidos, el resentimiento patológico de quien se siente agraviado de forma permanente.
Narcisismo hiperbólico, producto tanto de esa necesidad de acaparar siempre el foco sobre su persona, como de una absoluta falta de empatía hacia los demás. Esto por un lado; por otro, la tendencia paranoide a buscar a los supuestos responsables de los males de la patria: los inmigrantes, la anterior clase dirigente, la cultura woke, China, el “Estado profundo”, o incluso sus antiguos aliados, presentados como gorrones enfermizos siempre dispuestos a abusar del hermano mayor. Hay mucho aquí de esa tradición bíblica del chivo expiatorio, de elegir responsables a los que atribuir la culpa para restaurar así un supuesto equilibrio y bienestar nacional perdido. En esto no difiere en exceso de otros liderazgos de corte fascista, cuyo discurso pasa casi sin solución de continuidad de lo maniaco-depresivo, la descripción en clave de tragedia del estado de su país, a lo paranoico-persecutorio, el señalamiento cargado de furia y resentimiento de los supuestos responsables, para acabar en la glorificación del yo con capacidad para infligirles su merecido castigo mediante medidas excepcionales.
Trump quizá encaje mejor en la categoría del “demagogo hipnótico” teorizada por Peter Sloterdijk, que no es incompatible con lo anterior: el líder que se vale del lenguaje como herramienta de dominación emocional y se sirve de una “teatralidad política ritualizada”. Este perfil se ajusta bien a su capacidad para valerse de los nuevos medios para crear un ecosistema comunicativo en el que el eclipse de la realidad factual se sostiene casi exclusivamente sobre la excitación de las pasiones. Pero contribuye también a suscitar la perplejidad e impotencia de quienes aspiran a un enfoque cognitivo racional. Detrás de tanta teatralización de lo político no podemos dejar de pensar, sin embargo, que se esconde el tradicional juego de intereses de toda política, que tanta farfulla y tanta escenificación desbocada no es más que pura ideología ―en su sentido marxista estricto de mero encubrimiento de los intereses dominantes― dirigida a satisfacerlos. Por eso mismo preferimos contemplar el fenómeno Trump más en su perfil del imprevisible dealmaker, que en el de iluminado o psicópata. Lo único cierto es que, sea por la razón que sea, la realización de sus objetivos pasa por forzar las costuras del sistema democrático y romper con todas las convenciones. Al final lo que más importa es lo que decide, no cómo lo presente o por qué lo haga.
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Sobre la firma

Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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