Eva Illouz no merece, al parecer, el galardón cultural y académico más prestigioso de Israel. La socióloga francoisraelí de 63 años, judía sefardí nacida en Marruecos, había sido elegida por un jurado independiente como merecedora del Premio Israel en la categoría de sociología. El ministro de Educación, Yoav Kisch, ha considerado que Illouz tiene una ideología “antiisraelí” por sus constantes críticas al Gobierno de Benjamin Netanyahu. También por haber escrito hace cuatro años, junto con otros 180 intelectuales y científicos israelíes, una carta al Tribunal Penal Internacional solicitando que investigue si Israel ha cometido crímenes de guerra en Cisjordania.
El asalto de los populismos contra el saber es peligroso pero también abre oportunidades
Eva Illouz no merece, al parecer, el galardón cultural y académico más prestigioso de Israel. La socióloga francoisraelí de 63 años, judía sefardí nacida en Marruecos, había sido elegida por un jurado independiente como merecedora del Premio Israel en la categoría de sociología. El ministro de Educación, Yoav Kisch, ha considerado que Illouz tiene una ideología “antiisraelí” por sus constantes críticas al Gobierno de Benjamin Netanyahu. También por haber escrito hace cuatro años, junto con otros 180 intelectuales y científicos israelíes, una carta al Tribunal Penal Internacional solicitando que investigue si Israel ha cometido crímenes de guerra en Cisjordania.
Kisch parece ignorar que Illouz, como otros judíos progresistas, representan ese “otro Israel” que sigue creyendo en los valores democráticos y en una cierta paz, especialmente tras la masacre del 7 de octubre de 2023. Dato curioso: en la misma semana en que retiraban el Premio Israel a la socióloga, se celebraba en Jerusalén un Congreso contra el Antisemitismo al que asistían destacadas figuras de la extrema derecha europea (entre ellos Vox) y norteamericana. Extraño maridaje entre un Gobierno israelí ultranacionalista e identitario y unos partidos herederos de Hitler, Mussolini y Pétain, conocidos antisemitas.
El titular de Cultura israelí tampoco tuvo en cuenta que unos días antes, el pasado 1 de marzo, Eva Illouz y otros intelectuales firmaban en Le Monde una tribuna con este título: “Nosotros, judíos franceses, no hemos encontrado más que el silencio, la negación o la indiferencia de la extrema izquierda frente al antisemitismo”. “Nada nos había preparado a nosotros, judíos de izquierda, a la deserción mostrada de los intelectuales y pensadores revestidos de buena conciencia y virtud, quienes, en lugar de batirse con nosotros por la paz, nos han aislado y estigmatizado”, se leía.
El objetivo de los populismos, decía la socióloga húngara Agnes Heller, superviviente del Holocausto, es desacreditar a los intelectuales, calumniarlos y conseguir que se les haga el vacío. Convertirlos en apestados y acusarles, sin fundamento, de ser pagados o manipulados por potencias extranjeras. El ensayista francés Julien Benda explicó en 1927 en su libro La traición de los eruditos cómo los regímenes totalitarios necesitan intelectuales que apoyen sus ideas simplistas. Es así como muchos intelectuales se prestaron a la justificación propagandística de la lucha de clases o el orgullo nacional frente a supuestas invasiones bárbaras. Ahora son despreciados o ignorados.
Esta batalla por la cultura y las ideologías corre en paralelo al rearme mundial. Se diría que hay una confrontación entre el Siglo de las Luces que se inició en el siglo XVIII y el Siglo de las Sombras actual, que quiere acabar con el pensamiento crítico y autónomo para analizar cualquier situación. Lo estamos presenciando estos días en las universidades de EE UU donde el trumpismo está lanzando su ofensiva contra profesores e intelectuales independientes o progresistas. Ya hace tres años, el que hoy es el vicepresidente de EE UU, J. D. Vance, afirmó: “Tenemos que atacar seria y agresivamente a las Universidades. Son instituciones enemigas que pretenden controlar el conocimiento de nuestra sociedad”. De momento están agrediendo y expulsando a estudiantes “díscolos”, propalestinos o anti Erdogan, quienes no están recibiendo el respaldo de las autoridades académicas.
Heller, quien coincidió en Nueva York con Hannah Arendt en la New School for Social Research, denunció también la arrogancia de los políticos ignorantes que no parecen preocuparse de sus grandes lagunas culturales. Pero sí demuestran una enorme astucia, como escribe Illouz, a la hora de manipular las emociones de los ciudadanos, potenciando sus frustraciones, sus iras y sus miedos. Y es en este terreno donde los intelectuales pierden. Sus herramientas de trabajo, la reflexión serena e imparcial, la búsqueda de datos y respuestas, que necesita su tiempo —por más que la inteligencia artificial aporte sugerencias—, su aspiración a una cierta excelencia moral y cognitiva, no encuentran el eco que merecen en sociedades excesivamente enfocadas en el uso y consumo inmediato de ideas fugaces y no siempre bien fundamentadas. ¿Queda esperanza? En su último libro, Illouz la presenta como el último anclaje para sobrevivir.
Más en general, el proceso de autodestrucción trumpista y los riesgos que acarrea —innegables, gravísimos— son una enorme fuerza de promoción de la integración europea, que es precisamente lo que Europa necesita para prosperar. ¿A cuántos españoles les parecerá apreciable el contorsionismo de Vox para no criticar al trumpismo? Esto no es sinónimo de una fuga de votos inmediata. Conviene no subestimar los adversarios ni a su capacidad de manipulación. Pero, como mínimo, lo que viene desde Washington supondrá complicaciones para fuerzas europeas afines.
Sobre todo, este cataclismo es una ocasión para volver a creer en nosotros mismos, aunque sea desde la desesperación. Europa ha vivido acomodada durante décadas y ha perdido a la vez vitalidad y confianza. Nos hemos quedado atrás en carreras clave, no hemos sido capaces de generar innovación en sectores estratégicos, de alumbrar nuevas grandes empresas de alcance mundial, de ser un mercado financiero atractivo o una fuerza militar disuasoria. Viene una descarga de adrenalina. Aprovechémosla para bombear sangre en nuestras venas, para que nuevo oxígeno alcance órganos atrofiados. Para recuperar vitalidad. Para creer en nosotros, los europeos.
Opinión en EL PAÍS