El mayor fracaso de la justicia

Es difícil sortear el aluvión de reacciones que la absolución de Dani Alves ha suscitado. Crece la polarización, sí, y con ella el impulso por escoger bando, fantasear con una verdad absoluta, “o presunción de inocencia, o credibilidad de las víctimas”, pero, por fortuna, también crece la duda. La confusión ante una realidad tan compleja como la violencia sexual es inevitable. El caso Alves no puede reducirse a un análisis rápido y unívoco; es necesario buscar nuevas fórmulas para entender algo que excede los términos en los que se plantea el debate: “O con él, o con ella”; “o con la justicia, o con el feminismo”.

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 El ‘caso Alves’ plantea un debate crucial: la convivencia entre la presunción de inocencia y la reparación a la víctima  

Es difícil sortear el aluvión de reacciones que la absolución de Dani Alves ha suscitado. Crece la polarización, sí, y con ella el impulso por escoger bando, fantasear con una verdad absoluta, “o presunción de inocencia, o credibilidad de las víctimas”, pero, por fortuna, también crece la duda. La confusión ante una realidad tan compleja como la violencia sexual es inevitable. El caso Alves no puede reducirse a un análisis rápido y unívoco; es necesario buscar nuevas fórmulas para entender algo que excede los términos en los que se plantea el debate: “O con él, o con ella”; “o con la justicia, o con el feminismo”.

Dando espacio a la duda y a la reflexión, el catedrático de Derecho Penal Jordi Nieva-Fenoll apuntaba en estas páginas una cuestión central, aunque poco discutida, del caso Alves: “El castigo de un reo no forma parte de la indemnización de la víctima. Tal vez en el futuro, más allá de inclinar siempre la duda del lado del reo, tengamos que plantearnos también proteger a quien, con independencia de si le agredieron o no, padece las dolencias psicológicas propias de una víctima”.

Nuestro imaginario confunde, a falta de mejores alternativas, la pena con la indemnización. Cuanto mayor la condena, mayor la credibilidad de la víctima o superviviente, mayor la legitimidad de su testimonio y mayor el apoyo social que recibe. Sin embargo, esta lógica nace de un error de perspectiva: no es el castigo per se lo que resarce, sino aquello que el castigo representa. En un imaginario correctivo, donde la justicia se entiende principal o únicamente como expresión penal y punitiva, existe un vocabulario muy limitado para hablar de reparación. El proceso de recuperación y emancipación de la agredida queda solapado dentro del proceso de escrutinio y sanción del agresor. El foco, así como la narrativa, estarán puestos en él.

Es necesario separar los dos procesos, por varios motivos, entre ellos, liberar a la víctima del fantasma constante de su agresor y abrir la posibilidad a que recupere el control sobre el relato de su vida, de su memoria y de lo que la agresión haya significado para ella. La terapeuta estadounidense Judith Lewis Herman aborda en su libro Truth and Repair (2023) la espinosa línea que separa el castigo de la reparación. Cuando habla de “justicia”, la palabra se desdobla en dos significados. Por un lado, está la justicia como entramado de instituciones penales; por el otro, está lo que se conoce como “la justicia de las supervivientes”. Es esta última la que interesa a Herman. “El primer precepto de la justicia de las supervivientes es el deseo de que la comunidad reconozca que se ha cometido un daño”, escribe. “Quieren que la verdad se sepa”.

Eso, y no el castigo en sí mismo, es lo que las víctimas buscan en los laberínticos derroteros del derecho penal. La verdad. El reconocimiento colectivo. La aceptación de la culpa por parte del agresor, que la sociedad debe exigirle. Y, en última instancia, un sentido para su dolor: haber cambiado las cosas para que algo así no vuelva a repetirse. O, cuando menos, que ese dolor en concreto, ese dolor suyo, no regrese una y otra vez, en forma de sospecha, en forma de cuestionamiento de los hechos que ella relata, en forma de presunción de inocencia que pone en entredicho la veracidad de su testimonio. La reparación de las víctimas no puede chocar con los límites de la justicia institucional; no puede terminar allí donde el derecho penal termina, ni estar condicionada por las mismas cláusulas que lo rigen. Así como en ningún caso puede cuestionarse la presunción de inocencia, tampoco puede esta convertirse en un mecanismo de anulación u hostigamiento de la palabra de quien denuncia una agresión. Ambas deben coexistir, sin que el derecho del reo se convierta en el descrédito de la víctima.

Una reescritura feminista de los relatos de la violencia sexual —cómo entenderla, cómo repararla, cómo hacer justicia— debería alejarse del punitivismo. No es el castigo al agresor lo que debería vertebrar la respuesta a la violencia, sino el acompañamiento y la emancipación de la víctima. De lo contrario, corremos el riesgo de caer en la trampa del monstruo asocial: el agresor es una excepción, un individuo insano que ha actuado en contra de las normas sociales y no como consecuencia de estas, y su condena es una suerte de exorcismo colectivo en el que los demás limpiamos nuestras conciencias y evitamos ponernos delante del incómodo, incluso terrible, espejo de la culpa. ¿Cómo vamos a parecernos a un monstruo?

La justicia de las supervivientes, no como sucedáneo ni como opción secundaria a la justicia penal, sino en tanto que estructura robusta y equipada —son necesarios recursos, investigación, fondos para grupos de terapia, acompañamiento especializado, concienciación social, etcétera—, puede abordar la violencia sexual en su complejidad, atendiendo a los derechos de la víctima y tejiendo redes de apoyo que sirvan a la sociedad en su conjunto, también al agresor, en la medida en que acepte participar del proceso reparativo, sin condicionar este trabajo de acompañamiento a la condena o absolución que dicte el proceso penal. El mayor fracaso de la justicia no es la falta de castigo, sino la falta de reparación.

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