No sé cuándo se jodió el Perú, pero España se me jodió a mí el día que tuve que explicar por qué admiraba a Mario Vargas Llosa, arrumbado por algunos guardianes de las esencias a un desván de señoros y lanzas herrumbrosas. Encontrarme de pronto en un clima intelectual donde la admiración por el novelista no era una premisa, sino una postura que había que razonar, me hizo sentir extranjero como pocas cosas en los últimos años. También me hizo consciente de lo vivo que estaba el escritor, irreductible a la liturgia canónica.
Agradezco a la histeria maniquea de la cultura española la oportunidad que me dio de argumentar por qué admiro a Vargas Llosa. Si España fuera un país generoso y justo, esto sería una premisa evidente en sí misma que nadie se esforzaría en razonar, como nadie explica hoy los porqués de Cervantes o Velázquez. Podría haberme quedado con el tópico de ama al novelista/detesta al político, pero las fronteras entre el literato y el hombre público estaban en el Nobel demasiado borradas, y decir eso era una forma de condescendencia, como si su obra fuese un bibelot que adorna bien los salones siempre que no te fijes demasiado en su lado ideológico. Los que salvan al escritor para condenar al opinador son, en el fondo, sus máximos despreciadores.
Vargas Llosa se equivocó en algunos aspectos de su vida pública (no en sus opiniones, que eran libérrimas; no cabe el error en un ejercicio de libertad, tan solo el desacuerdo) con la misma pasión con la que acertó en su vida literaria. Todo procede de un apetito voraz de vida que también se expresó en una generosidad radical, nacida de la curiosidad intelectual de un adolescente que no se cansaba de leer y descubrir talentos. Es normal que el autor de una novela como Conversación en La Catedral pensara que podía o debía presidir el Perú. Vargas Llosa apuntaba altísimo en todo lo que hacía, se sentía llamado a hacer historia, y sin esa ambición —que podía caer con cierta facilidad en la caricatura— no se explica la enormidad inmortal de su obra.
Si él quiso abarcarlo todo, sus lectores, seguidores y discípulos tenemos que aceptarlo por entero, con todas sus raspas y paradojas. Quererlo exige también discutirlo. Nada puede insultarlo más que obviar sus opiniones por un respeto mal entendido. Vargas Llosa retó a sus seguidores desde bien temprano, en un empeño por no convertirse en busto de una plaza. Consiguió eludir esa momificación en vida. Está por ver que soporte los homenajes póstumos. Ojalá mantengamos la llama de la discordia varguista mucho tiempo.
El escritor apuntaba altísimo en todo lo que hacía y sin esa ambición no se entiende la enormidad inmortal de su obra
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El escritor apuntaba altísimo en todo lo que hacía, se sentía llamado a hacer historia, y sin esa ambición no se entiende la enormidad inmortal de su obra


No sé cuándo se jodió el Perú, pero España se me jodió a mí el día que tuve que explicar por qué admiraba a Mario Vargas Llosa, arrumbado por algunos guardianes de las esencias a un desván de señoros y lanzas herrumbrosas. Encontrarme de pronto en un clima intelectual donde la admiración por el novelista no era una premisa, sino una postura que había que razonar, me hizo sentir extranjero como pocas cosas en los últimos años. También me hizo consciente de lo vivo que estaba el escritor, irreductible a la liturgia canónica.
Agradezco a la histeria maniquea de la cultura española la oportunidad que me dio de argumentar por qué admiro a Vargas Llosa. Si España fuera un país generoso y justo, esto sería una premisa evidente en sí misma que nadie se esforzaría en razonar, como nadie explica hoy los porqués de Cervantes o Velázquez. Podría haberme quedado con el tópico de ama al novelista/detesta al político, pero las fronteras entre el literato y el hombre público estaban en el Nobel demasiado borradas, y decir eso era una forma de condescendencia, como si su obra fuese un bibelot que adorna bien los salones siempre que no te fijes demasiado en su lado ideológico. Los que salvan al escritor para condenar al opinador son, en el fondo, sus máximos despreciadores.
Vargas Llosa se equivocó en algunos aspectos de su vida pública (no en sus opiniones, que eran libérrimas; no cabe el error en un ejercicio de libertad, tan solo el desacuerdo) con la misma pasión con la que acertó en su vida literaria. Todo procede de un apetito voraz de vida que también se expresó en una generosidad radical, nacida de la curiosidad intelectual de un adolescente que no se cansaba de leer y descubrir talentos. Es normal que el autor de una novela como Conversación en La Catedral pensara que podía o debía presidir el Perú. Vargas Llosa apuntaba altísimo en todo lo que hacía, se sentía llamado a hacer historia, y sin esa ambición —que podía caer con cierta facilidad en la caricatura— no se explica la enormidad inmortal de su obra.
Si él quiso abarcarlo todo, sus lectores, seguidores y discípulos tenemos que aceptarlo por entero, con todas sus raspas y paradojas. Quererlo exige también discutirlo. Nada puede insultarlo más que obviar sus opiniones por un respeto mal entendido. Vargas Llosa retó a sus seguidores desde bien temprano, en un empeño por no convertirse en busto de una plaza. Consiguió eludir esa momificación en vida. Está por ver que soporte los homenajes póstumos. Ojalá mantengamos la llama de la discordia varguista mucho tiempo.
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Sobre la firma

Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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