Cuando París era negro: el Pompidou celebra el arte africano en su última gran muestra antes del cierre

Más vale tarde, se supone. Mientras el Centro Pompidou se prepara para cerrar sus puertas en septiembre y emprender una renovación que durará cinco años, el museo inaugura su última exposición importante, como un último inventario antes de liquidación. Tiene algo de justicia tardía, a destiempo: la misión de Paris noir es mostrar cómo artistas africanos, afroamericanos y afrocaribeños se reapropiaron de los códigos de la modernidad para vehicular una experiencia negra que, durante décadas, no tuvo reflejo en la esfera artística o la ocupó de manera subalterna, sin acceso real al mercado ni a los circuitos expositivos. Hibridaciones estéticas, relecturas del patrimonio artístico, defensa de las culturas nacidas del esclavismo y la colonización: todo confluye en una grandiosa exposición que ya no relega lo negro a una nota al pie, sino que lo sitúa en el centro de la historia de la modernidad.

No todo brilla en una muestra que, en cualquier caso, sí destaca por su relativa valentía. Lo del reequilibrio del canon ya suena a lugar común, aunque no lo sea en todas las latitudes del planeta. Que esta sea la primera exposición que un gran museo francés dedica al arte poscolonial dice mucho sobre las carencias de su relato nacional. Tal vez porque el principio republicano de égalité, que impide compartimentar a la población en subgrupos —salvo cuando hay interés político en hacerlo, por descontado—, ha obstruido un análisis detallado de la alteridad en su territorio. Y, sin duda, también por las espinosas implicaciones de este asunto en la actual batalla cultural. El museo se atreve ahora a hablar del arte de “los condenados de la Tierra”, que diría Frantz Fanon, en una iniciativa con aspecto de mea culpa expresado en el último minuto y dirigido a los taquígrafos del futuro.

Primer congreso de escritores y artistas negros, en París, en septiembre de 1956.

En la primera sala, reconocemos la voz cavernosa de James Baldwin, guía supremo de esta muestra con el permiso de Édouard Glissant. “Tarde o temprano, todos esos condenados destruirán los adoquines sobre los que se construyeron Londres, Roma y París. El mundo cambiará, porque tiene que cambiar”, dice el escritor estadounidense, que llegó a París a los 24 años y permaneció en la ciudad hasta su muerte en 1987. Un giro muy loable de esta iniciativa es que se aparte concienzudamente de la imagen idealizada de París como crisol de culturas y foyer de civilización, tan prevalente en la historia oficial. La exposición denuncia la ambivalencia de esa imagen: para los intelectuales afroamericanos, la ciudad fue un refugio frente a la segregación; para los emigrantes argelinos hacinados en las chabolas de Nanterre, el origen mismo de su desarraigo.

La exposición, que abarca la segunda mitad del siglo XX, presenta una selección de 150 artistas rica pero desigual, algo lógico en una muestra que recorre geografías tan dispares y tiempos tan amplios. Hay nombres conocidos, como los cubanos Wifredo Lam y Agustín Cárdenas. Está Romare Bearden, referente del Renacimiento de Harlem, y obras de artistas más recientes que dejaron su marca en la capital francesa, como los cuadros textiles de Faith Ringgold, las siluetas acrílicas de Bob Thompson o los drape paintings de Sam Gilliam. Pero abundan figuras que, en el mejor de los casos, solo conocíamos de nombre. Entre ellos, Beauford Delaney, hijo de una esclava de Tennessee e íntimo de Baldwin, que retrató a los nuevos mitos negros, de Charlie Parker a Rosa Parks, en lienzos bañados en un amarillo intenso, el color de la trascendencia. Murió en París ante la indiferencia general y está enterrado en una tumba anónima en la periferia de la ciudad.

'Sin título (serie Fwomajé)' (1988), de Ernest Breleur, expuesto en el Centro Pompidou.

Se suman a esa lista los retratos en claroscuro del sudafricano Gerard Sekoto, que subsistió tocando en clubes de jazz de París y solo protagonizó dos exposiciones en vida. O bien los retratos oscuros del beninés Paul Ahyi, el guiño del senegalés Iba N’Diaye a Juan de Pareja, el homenaje de la haitiana Élodie Barthélemy a los cimarrones o el autorretrato “con ideas negras” del sudanés Hassan Moura, todos artistas fuera de los circuitos establecidos. El recorrido oscila entre los momentos de fulgor y cierta tendencia al catálogo exhaustivo, que no siempre logra abrazar las tesis audaces, tal vez por miedo a abrir debates explosivos o a poner en tela de juicio a la propia institución, como sí logró la Royal Academy de Londres en 2024 con una muestra ejemplar sobre un asunto muy parecido.

Entre los grandes lamentos, se echa de menos un análisis algo más intrépido sobre un momento crucial en la reconfiguración de la identidad francesa: el mitterrandismo y sus falsas promesas. En 1989, Jessye Norman cantaba La marsellesa durante la celebración del Bicentenario de la Revolución, desactivando toda interpretación xenófoba sobre los versos que mencionan la “sangre impura”, mientras Grace Jones incendiaba la mejor boîte de la época, Le Palace. SOS Racisme popularizó el eslogan Touche pas à mon pote (“No toques a mi colega”), que caló entre los jóvenes blancos de clase media, una década antes de que la selección francesa, con su victoria en 1998, redefiniera el significado de lo tricolor en Francia: black, blanc, beur (negro, blanco, árabe).

Se echa de menos un análisis algo más intrépido sobre un momento crucial en la reconfiguración de la identidad francesa: el mitterrandismo y sus falsas promesas

En paralelo, emergía una constelación de galerías, revistas y espacios de encuentro que promovían las mismas tesis: el imaginario, ya tan desgastado, del mestizaje cultural. Todo indicaba que la sociedad francesa iba a dejar de ser racista. ¿Qué ocurrió para que Marine Le Pen obtuviera el 41% de los votos en las últimas presidenciales? París era negro, pero puede que no tanto.

El Pompidou se opone a ese igualitarismo retórico y vacío de contenido, pero no lo desactiva por completo: era misión imposible. La coda positiva es que cerca de 50 obras de artistas expuestos en esta muestra, como Ernest Breleur, Diagne Chanel, José Castillo o Mildred Thompson, han sido compradas por el Pompidou. Todo apunta a que, cuando el museo reabra dentro de un lustro, formarán parte de su colección permanente, porque será imposible seguir ignorando a África. Ya es imposible pretender, como se ha hecho tan laboriosamente hasta hoy, que su historia no es también la nuestra.

‘Paris noir’. Centro Pompidou. París. Hasta el 30 de junio.

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 El museo parisino plantea un recorrido irregular pero valiente por las obras de África y de su diáspora en la segunda mitad del siglo XX  

Más vale tarde, se supone. Mientras el Centro Pompidou se prepara para cerrar sus puertas en septiembre y emprender una renovación que durará cinco años, el museo inaugura su última exposición importante, como un último inventario antes de liquidación. Tiene algo de justicia tardía, a destiempo: la misión de Paris noir es mostrar cómo artistas africanos, afroamericanos y afrocaribeños se reapropiaron de los códigos de la modernidad para vehicular una experiencia negra que, durante décadas, no tuvo reflejo en la esfera artística o la ocupó de manera subalterna, sin acceso real al mercado ni a los circuitos expositivos. Hibridaciones estéticas, relecturas del patrimonio artístico, defensa de las culturas nacidas del esclavismo y la colonización: todo confluye en una grandiosa exposición que ya no relega lo negro a una nota al pie, sino que lo sitúa en el centro de la historia de la modernidad.

No todo brilla en una muestra que, en cualquier caso, sí destaca por su relativa valentía. Lo del reequilibrio del canon ya suena a lugar común, aunque no lo sea en todas las latitudes del planeta. Que esta sea la primera exposición que un gran museo francés dedica al arte poscolonial dice mucho sobre las carencias de su relato nacional. Tal vez porque el principio republicano de égalité, que impide compartimentar a la población en subgrupos —salvo cuando hay interés político en hacerlo, por descontado—, ha obstruido un análisis detallado de la alteridad en su territorio. Y, sin duda, también por las espinosas implicaciones de este asunto en la actual batalla cultural. El museo se atreve ahora a hablar del arte de “los condenados de la Tierra”, que diría Frantz Fanon, en una iniciativa con aspecto de mea culpa expresado en el último minuto y dirigido a los taquígrafos del futuro.

Primer congreso de escritores y artistas negros, en París, en septiembre de 1956.

En la primera sala, reconocemos la voz cavernosa de James Baldwin, guía supremo de esta muestra con el permiso de Édouard Glissant. “Tarde o temprano, todos esos condenados destruirán los adoquines sobre los que se construyeron Londres, Roma y París. El mundo cambiará, porque tiene que cambiar”, dice el escritor estadounidense, que llegó a París a los 24 años y permaneció en la ciudad hasta su muerte en 1987. Un giro muy loable de esta iniciativa es que se aparte concienzudamente de la imagen idealizada de París como crisol de culturas y foyer de civilización, tan prevalente en la historia oficial. La exposición denuncia la ambivalencia de esa imagen: para los intelectuales afroamericanos, la ciudad fue un refugio frente a la segregación; para los emigrantes argelinos hacinados en las chabolas de Nanterre, el origen mismo de su desarraigo.

La exposición, que abarca la segunda mitad del siglo XX, presenta una selección de 150 artistas rica pero desigual, algo lógico en una muestra que recorre geografías tan dispares y tiempos tan amplios. Hay nombres conocidos, como los cubanos Wifredo Lam y Agustín Cárdenas. Está Romare Bearden, referente del Renacimiento de Harlem, y obras de artistas más recientes que dejaron su marca en la capital francesa, como los cuadros textiles de Faith Ringgold, las siluetas acrílicas de Bob Thompson o los drape paintings de Sam Gilliam. Pero abundan figuras que, en el mejor de los casos, solo conocíamos de nombre. Entre ellos, Beauford Delaney, hijo de una esclava de Tennessee e íntimo de Baldwin, que retrató a los nuevos mitos negros, de Charlie Parker a Rosa Parks, en lienzos bañados en un amarillo intenso, el color de la trascendencia. Murió en París ante la indiferencia general y está enterrado en una tumba anónima en la periferia de la ciudad.

'Sin título (serie Fwomajé)' (1988), de Ernest Breleur, expuesto en el Centro Pompidou.

Se suman a esa lista los retratos en claroscuro del sudafricano Gerard Sekoto, que subsistió tocando en clubes de jazz de París y solo protagonizó dos exposiciones en vida. O bien los retratos oscuros del beninés Paul Ahyi, el guiño del senegalés Iba N’Diaye a Juan de Pareja, el homenaje de la haitiana Élodie Barthélemy a los cimarrones o el autorretrato “con ideas negras” del sudanés Hassan Moura, todos artistas fuera de los circuitos establecidos. El recorrido oscila entre los momentos de fulgor y cierta tendencia al catálogo exhaustivo, que no siempre logra abrazar las tesis audaces, tal vez por miedo a abrir debates explosivos o a poner en tela de juicio a la propia institución, como sí logró la Royal Academy de Londres en 2024 con una muestra ejemplar sobre un asunto muy parecido.

Entre los grandes lamentos, se echa de menos un análisis algo más intrépido sobre un momento crucial en la reconfiguración de la identidad francesa: el mitterrandismo y sus falsas promesas. En 1989, Jessye Norman cantaba La marsellesa durante la celebración del Bicentenario de la Revolución, desactivando toda interpretación xenófoba sobre los versos que mencionan la “sangre impura”, mientras Grace Jones incendiaba la mejor boîte de la época, Le Palace. SOS Racisme popularizó el eslogan Touche pas à mon pote (“No toques a mi colega”), que caló entre los jóvenes blancos de clase media, una década antes de que la selección francesa, con su victoria en 1998, redefiniera el significado de lo tricolor en Francia: black, blanc, beur (negro, blanco, árabe).

Se echa de menos un análisis algo más intrépido sobre un momento crucial en la reconfiguración de la identidad francesa: el mitterrandismo y sus falsas promesas

En paralelo, emergía una constelación de galerías, revistas y espacios de encuentro que promovían las mismas tesis: el imaginario, ya tan desgastado, del mestizaje cultural. Todo indicaba que la sociedad francesa iba a dejar de ser racista. ¿Qué ocurrió para que Marine Le Pen obtuviera el 41% de los votos en las últimas presidenciales? París era negro, pero puede que no tanto.

El Pompidou se opone a ese igualitarismo retórico y vacío de contenido, pero no lo desactiva por completo: era misión imposible. La coda positiva es que cerca de 50 obras de artistas expuestos en esta muestra, como Ernest Breleur, Diagne Chanel, José Castillo o Mildred Thompson, han sido compradas por el Pompidou. Todo apunta a que, cuando el museo reabra dentro de un lustro, formarán parte de su colección permanente, porque será imposible seguir ignorando a África. Ya es imposible pretender, como se ha hecho tan laboriosamente hasta hoy, que su historia no es también la nuestra.

‘Paris noir’. Centro Pompidou. París. Hasta el 30 de junio.

 EL PAÍS 

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