<p>Dice Begoña Román Maestre en un artículo en el que analiza la moral kantiana: «La dignidad alude al valor absoluto de cada humano y respecto al cual el resto de las cosas cobran importancia». Mi cabeza hace un ranking fugaz de <i>representantes de la dignidad humana</i> y entre los primeros puestos encuentra un nombre.</p>
La actriz protagonizó ‘Jauría’, la obra sobre el juicio de La Manada que dirigía el dramaturgo
Dice Begoña Román Maestre en un artículo en el que analiza la moral kantiana: «La dignidad alude al valor absoluto de cada humano y respecto al cual el resto de las cosas cobran importancia». Mi cabeza hace un ranking fugaz de representantes de la dignidad humana y entre los primeros puestos encuentra un nombre.
Es otoño de 2018 cuando suena el teléfono. Al otro lado, una voz serena y expeditiva anuncia: «Soy Miguel del Arco, voy a hacer una obra de teatro sobre el juicio de La Manada, y quiero que tú seas Ella. Tómate unos días para pensarlo».
Nunca me los tomé. Dije que sí como un rayo, como si una fuerza mayor hubiese decidido por mí.
La primera lectura fue un páramo. Un juicio transcrito está en las antípodas del lenguaje lorquiano que tanto disfrutamos los actores cuando nos sentamos a declamar alrededor de una mesa. Aquí no había poesía ni metáfora. Por no haber no había siquiera la resolución del Tribunal Supremo, al que se había recurrido la sentencia dictada por el TSJ de Navarra, que había condenado a los acusados por abuso sexual, y no por violación. ¿Cómo íbamos a hacer que ese texto de Jordi Casanovas cobrase vida? ¿Cómo convertir el terror en teatro? La cita de Theodor Adorno «después de la Segunda Guerra Mundial ya no se puede hacer poesía» resonaba con fuerza y una pintada en la puerta del Kamikaze se encargaba de avivar la polémica. En ella leíamos cada mañana «Fuck monetizar el drama».
Tal vez debí haberme tomado esos días para pensarlo…
Nunca he vivido un proceso de ensayos más exigente que el de Jauría.
Nunca he visto a nadie trabajar de una manera más concentrada y eficaz que a Miguel. Jamás dispersa la mirada. Desprovisto de accesorios, se sienta a un metro de escena y deposita sobre ti esos ojos azules como de mar antiguo, griego, como si a través de ellos pudiera transferir un conocimiento ancestral que le viene de otra época, una mejor y más humana. Dirige como un director de orquesta, no duda (o al menos no te lo hace saber), no vacila, no huye. Prueba hasta la extenuación, hasta que el ritmo funciona y la melodía vuela.
Una mañana nos hizo subir a una plataforma de dos metros cuadrados que representaba las dimensiones del portal donde todo sucedió en Pamplona. Hizo que los cinco hombres me rodearan. En ese espacio era imposible no sentir el roce de sus cuerpos, su aliento, el olor de cada uno. Durante cuatro horas me gritaron al oído el interrogatorio que el abogado de La Manada le hizo a Ella el día del juicio. Como un monstruo iracundo de cinco cabezas, encarnaban con toda su envergadura la justicia patriarcal que revictimiza, culpa, agrede. Que no repara ni escucha, que no protege al débil. Aguanté el embate estoicamente, como llevaba haciendo ya varias semanas, hasta que la temperatura de mi cabeza subió de forma repentina, el corazón se me aceleró a ritmo descompasado y noté la camiseta empapada en sudor. Antes de llegar el vahído rompí sus gritos con uno mío, más fuerte, más penetrante, más atávico. La sala se quedó en silencio. El ensayo había terminado.
Al día siguiente Miguel me dijo: «He soñado con tu grito. Quiero que esté en la función». Y entonces lo entendí. Miguel del Arco es uno de los mejores porque todo, absolutamente todo gesto humano le importa y le conmueve. Y es en esa valoración específica y rigurosa del sentir del otro, donde encuentra valor su propia existencia, y aquello a lo que Kant llamaba dignidad.
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