En su gira por Oriente Medio el pasado mes de mayo, Donald Trump pronunció un discurso ante el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohammed bin Salmán, en el que, al igual que hiciese Barack Obama en la célebre intervención de El Cairo, ofreció su visión sobre el futuro de la región y el papel de Estados Unidos en el mundo: lo que ya se conoce como la “doctrina Trump”. Fiel a su estilo directo y campechano, el presidente expuso la idea central: paz y prosperidad bajo la supremacía del poder militar de Estados Unidos. Prosperidad entendida en términos de negocios: la bonanza del libre comercio y las inversiones. La paz, su más elevada ambición personal: el presidente se autodeclaró pacificador convicto, si bien subrayó con especial énfasis el principio de la fuerza en garantía de la paz.
Al contrario de lo que proclama, el presidente de EE UU no es un aislacionista que quiera retirarse del escenario internacional, lo que quiere es cambiar sus reglas
En su gira por Oriente Medio el pasado mes de mayo, Donald Trump pronunció un discurso ante el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohammed bin Salmán, en el que, al igual que hiciese Barack Obama en la célebre intervención de El Cairo, ofreció su visión sobre el futuro de la región y el papel de Estados Unidos en el mundo: lo que ya se conoce como la “doctrina Trump”. Fiel a su estilo directo y campechano, el presidente expuso la idea central: paz y prosperidad bajo la supremacía del poder militar de Estados Unidos. Prosperidad entendida en términos de negocios: la bonanza del libre comercio y las inversiones. La paz, su más elevada ambición personal: el presidente se autodeclaró pacificador convicto, si bien subrayó con especial énfasis el principio de la fuerza en garantía de la paz.
Fue entonces cuando lanzó un mensaje de advertencia de proyección global: “Por cierto, tenemos el ejército más grande de la historia del mundo… Tenemos cosas que ni siquiera se saben, de las que nadie se entera, y si las conocieran, dirían: wow.” Y añadió con naturalidad y determinación: “No queremos usarlas, pero si es necesario, no dudaré en hacerlo para defender a los Estados Unidos o para ayudar a defender a nuestros aliados. Y no habrá piedad para ningún enemigo que intente hacernos daño, a nosotros o a ellos. No tendremos piedad.”
La confrontación con Irán de los últimos días ha puesto a prueba la doctrina en lo que concierne al uso de la fuerza. El bombardeo de las instalaciones nucleares de Fordó, Natanz e Isfahán fue un despliegue de capacidades ofensivas, una operación depurada, imponente y constitutiva. La maniobra ha mostrado que, al contrario de lo que se ha venido afirmando, Trump no es un aislacionista a favor de la retirada de Estados Unidos del escenario internacional y los despliegues bélicos.
En esta crisis, China no ha salido indemne. Desde que en 2018 el gobierno de Trump abandonase el acuerdo nuclear con Teherán, Pekín ha pasado a ser uno de los principales apoyos del régimen de los ayatolás y las relaciones bilaterales han resultado ser mutuamente beneficiosas: para Irán, una vía de escape frente al cerco de las sanciones internacionales —la potencia asiática compra la mayor parte del crudo iraní, burlando el embargo—; para Pekín, un anclaje desde el que consolidar su presencia en Oriente Medio que cosechó su primer éxito cuando medió en la normalización de relaciones entre Teherán y Riad. Por el contrario, la escalada actual ha puesto al descubierto las limitaciones del marco de acción exterior chino, sólido en el terreno económico, pero ausente en términos de seguridad y defensa. Lo vimos antes con la salida de Bachar el Assad en Siria. A esto hay que sumar la fragilidad del denominado Eje de la Convulsión -Axis of Upheaval —una alineación de potencias autoritarias y revisionistas (Irán, China, Rusia y Corea del Norte), carente aún de mecanismos reales de integración militar.
A su vez, Irán ha fracaso en su propia estrategia de “ni guerra ni paz”, versión armada del perro del hortelano orquestada por el líder supremo Ali Jamenei, consistente en alimentar de modo continuo un conflicto de baja intensidad lejos de sus fronteras por medio de redes de proxies, dando apoyo a grupos armados terroristas y persiguiendo con ahínco el estatus de potencia nuclear.
En lo que respecta a Israel, ha emergido como la principal potencia armada de la zona. Si con los ataques del 7 de octubre Hamás perseguía crear un efecto dominó en Oriente Medio, que acabase con Israel y fortaleciese la causa Palestina, lo ha logrado, pero en sentido inverso, y lo que hemos visto ha sido la decapitación de la cúpula de Hamás en Palestina y Hezbolá en Líbano, la caída del régimen de Siria, el debilitamiento de la Guardia Revolucionaria, la devastación de Gaza, la muerte de decenas de miles de palestinos y, a modo de telón de fondo, la consolidación del Estado judío en tanto que poder regional incuestionable.
Con la intervención en Irán, Donald Trump ha dado un paso más en el proceso de reconfiguración de la hegemonía norteamericana. Una reconfiguración que, como se observa en otro plano —el de la relación con la Unión Europea y la OTAN—, no implica la ruptura ni el abandono de sus aliados, sino más bien, un reajuste estratégico de las condiciones de alianza, orientado a reforzar la primacía estadounidense en un orden internacional en transformación. Lo explica el historiador Stephen Wertheim a L´Express, el presidente norteamericano “Quiere cambiar las reglas del juego, no abandonar la partida”.
Lo que ocurra a partir de ahora dependerá de cómo respondan Irán e Israel. Y de que persiga, o no, el cambio de régimen, posibilidad que suscita un inquietante déjà vu, el de la amarga experiencia de Irak y Afganistán. Una cosa es infligir una derrota al enemigo, y otra bien distinta, gestionar su ausencia. A veces es preferible un tirano conocido que navegar a oscuras entre los escollos del caos. Aunque el pueblo de Irán se merece algo mejor.
Opinión en EL PAÍS