Miguel Bosé es una figura icónica del pop español, un artista que ayudó a modernizarlo sin por ello abrazar la vanguardia, dándole visos de contemporaneidad. Esa figura, su figura, se ha mantenido en la retina de sus fans y de quienes no lo son, dando así prueba de su innegable peso. Décadas lleva siendo un personaje que además funciona más allá de los escenarios, lo que en los últimos años le ha llevado a salirse del carril de los consensos con opiniones formuladas con una infantil ingenuidad que más que por disparatadas, que en buena medida lo son, han recibido también el desdén por ser contrarias al pensamiento común. Pero todo ello le resulta indiferente a su base de público, que ya ha aprendido a diferenciar la persona del artista, algo que ayuda a no clausurar a multitud de creadores y creadoras que tuvieron una vida o unas opiniones no precisamente ejemplares. Y en esas ha vuelto Bosé, armado con una ingenuidad que parece osadía y arrojo al llamar a su gira Importante, como si no tuviese ya suficiente presión encima ni afilados cuchillos que esquivar. ¿Resultado?, el previsible, un éxito entre los que siempre perdonarán a Miguel Bosé ser Miguel Bosé. Gusta así.
Y fue el de siempre, hasta el extremo de repetir, como en 2017 en el Auditori del Fórum, la analogía entre música y perfumes como materia que se fija en las personas. También mantuvo esa inveterada costumbre de explicarnos sus pensamientos, por lo general poco elaborados, expuestos casi metiéndose en jardines y con conclusiones obvias tipo “la guerra es un negocio”. Miguel Bosé es un peripatético. Porque, esta es otra, Miguel no puede envejecer y casi todo lo hace andando, como si la pausa o la inmovilidad acentuasen la edad de alguien que además se ha obligado a ser seductor sin importar el paso del tiempo. Por supuesto tiene planta, se viste bien, el jueves de blanco, rojo y amarillo en tres cambios de vestuario, todos colores católicos, analogía acentuada por la longitud de sus atuendos. Los “guapo” que salpicaron su actuación revelan que su público le obliga a serlo. Eso sí, el público de Bosé ya no da para llenar grandes recintos, pues en el Sant Jordi, con sillas en pista y escenario adelantado para ocupar vacíos, fueron 8.500 personas las que quisieron verlo en una gira Importante que saldaba ocho años de silencio.
El material de la misma es el que viene sosteniendo sus repertorios a falta de renovación, con sólo un tema, Amo de su último disco. El que fuera regenerador de nuestro pop se reitera en sus hallazgos una y otra vez, algo que tampoco se le puede reprochar ya que el público es lo que quiere ver, un cantante seductor y aún ágil, pese a que en El hijo del Capìtán Trueno trastabilló y casi cae, que canta las canciones que arrullaron su juventud. Y además, en eso Miguel es sincero, evocó la nostalgia como motor de su espectáculo, deslizando de paso la idea de que lo normal es que la pareja que ahora se tiene no fuese la de antaño. Todo esto con una dicción fatigada, la primera intervención en Duende no se le entendió en medio de un guirigay de frecuencias, para inmediatamente después enfocar el tema con una voz plena, algo que se repitió a lo largo del recital. Hablando era una persona de voz mellada que incluso desafinaba y soltaba eventuales gallos, como cuando tras Bandido saludó a Barcelona, y cantando recuperaba una voz competente, salvo algunas excepciones, como en los tonos graves de Bambú o una bajada de tono al final de la primera estrofa de El Hijo del Capitán Trueno. Por citar dos. No hay que asustarse, hoy en día la tecnología de afinación es moneda común en los conciertos y muchas estrellas la utilizan para combatir la fatiga del dinamismo que parece imponerse en escena y así construir una imagen de eterna juventud.
Y fue precisamente la imagen lo que más falló en la noche. El uso de los músicos como elemento coreográfico, una idea desarrollada hasta la fascinación por David Byrne en su gira American Utopia, acentuaba una teatralidad henchida que Bosé reiteraba con sus movimientos mayestáticos, bastante pomposos. Hasta aquí nada nuevo, Bosé ha incrementado esta gestualidad desde que con toda lógica fue perdiendo la elasticidad de la juventud. Pero es que la realización de las pantallas fue muy desafortunada, ya que menudearon planos vacíos, cámaras que eran pinchadas cuando barrían el escenario en busca de otro plano, imágenes átonas de los coristas, tres, cuando Miguel cantaba y encuadres desajustados. En un mundo visual como el actual, trasmitir mediante pantallas lo que ocurre en el escenario es algo que no se puede improvisar y precisa coordinación y mucho trabajo. La otra opción es usar pantallas en horizontal, aceptando que el uso de las verticales es más complejo, y asumiendo lo indeseado: que las horizontales resultan viejunas y no respetan la estética Tik Tok.
Aún con todo el público que acudió al Sant Jordi vio el Bosé que quería ver y escuchó las canciones que venía a escuchar. No echó en falta Superman ni otras canciones de juventud, entre las que sobreviven un chirriante Don Diablo, un Creo en ti menos juvenil, Amiga, en la que estuvo un poco contradictorio al indicar atinadamente que “la memoria no se toca”, justo ahora, en tiempos de mercadeo con la nostalgia o Te amaré, ya en el tramo de bises. Pese a la extraña versión que hizo de Sevilla, con unos arreglos nada ligeros, o la entrada de Amante Bandido, un poco desorientadora, Bosé renovó los votos de fidelidad de sus fans en un concierto correcto que abre la puerta de su futuro. Ahora le toca decidir hacia dónde lo orienta con la hoja de doble filo de que fans nunca le faltarán.
En un Sant Jordi con capacidad reducida, el artista triunfó reivindicando su clasicismo EL PAÍS