Ha podido tener gestores de la mayor competencia, pero el centroderecha ha sido habitualmente juzgado como insensible, cuando no adverso, a la cultura en general y al mundo de la cultura en particular. Buena parte de esas turbulencias en la relación con la cultura provienen, claro, del progresismo más o menos activista de muchos de sus artífices. Pero dista de ser la única causa. El mar de fondo no ayuda: globalmente, el conservadurismo para en reaccionariado al contacto de un humus cultural que premia la disrupción. Y ya en casa, la derecha ha arrastrado la carga de un pecado original desde los tiempos en que lo moral y culturalmente indicado era ser progresista. E incluso antes: desde los tiempos en que el remordimiento era un precio que pagar por ganar una guerra. Como fuere, todavía hoy un escritor conservador es como un búho nival: existe, sí, pero es raro. Suele sentirse un poco incómodo en el plumaje.
La izquierda ha sabido perimetrar la cultura como un terreno propio que le ha dado gran crédito moral: con Aute uno podía aspirar a cambiar el mundo, con Julio Iglesias nos limitamos a animar una boda. A veces esa superioridad ha sido ofensiva: hoy veríamos sexista tanta befa condescendiente como se hizo de Aguirre en sus tiempos de ministra. Pero una mirada retrospectiva subraya la propia relación acomplejada del Partido Popular con la materia: desde el nombramiento de gentes ajenas o percibidas como hostiles a la ausencia de legislación de calado o el choque ya huracanado en tiempos del No a la guerra. Véase que los populares han tenido siempre dificultades a la hora de reclutar simpatías intelectuales que legitimen su proyecto: el PP podía languidecer por Vargas Llosa, pero Vargas Llosa estaba en un acto de UPyD. Por otra parte, ha habido siempre un sector digamos economicista en el centroderecha que se gozaba en su filisteísmo: vosotros poned el pan de oro, que ya nosotros nos encargamos de las cosas serias. Es imposible no pensar en una caricatura de Montoro cerrándole el grifo a Lassalle. Así, se ha generado una desconfianza o una sospecha hacia una cultura que ―conforme avanzamos hacia Vox― se va viendo más como una conspiración de filósofos woke, artistas pintamonas y cineastas guerracivilistas tras el pilla-pilla de las subvenciones. De fondo, lo que late es una desorientación ―comprensible― a la hora de leer la cultura contemporánea. Y una queja ―interesante― sobre la ausencia de la cultura como informadora del cuerpo nacional. A nadie puede sorprenderle la atención prestada estos años, por ejemplo, a la leyenda negra.
La derecha lo ha intentado. Rajoy citó una vez, de joven, a Fernández de la Mora: le persiguió hasta décadas después. Aznar leyó con corazón sincero y mirada tercerista a Cernuda: para muchos no coló. En 2010 se lanzó la propuesta de un Pacto Nacional por la Cultura para, entre otras cosas, “poner en olvido la figura, tan nefasta en la historia, del intelectual al servicio acrítico de la política”. Y es costumbre, entre la juventud más ardorosa ―ay― reciclar de cuando en cuando aquello de que el conservadurismo es el nuevo punk. Existe, en todo caso, un contraste llamativo: como bien saben Orwell y Feijóo, nadie espera grandes despliegues eruditescos de nuestros líderes. Y, a la vez, cuanto más a la derecha se viaja, mayor interés hay por la cultura: por mucho que sorprenda en la izquierda, si hay alguien capaz de recitar de memoria a Jules Laforgue en las próximas Cortes, será alguien de Vox.
Tan importante les resulta la cultura que Vox se apresuró en 2023 a pedir el Ministerio. La torpeza ética de algunos de sus gestores ―censuras, cancelaciones― nos lleva a pensar en una aproximación a la cultura como pretexto para la guerra cultural: igual, por cierto, que sus antípodas en la izquierda. Es un contraste con la soltura con que ―en las franjas templadas de la mayoría― se vive la experiencia cultural: en nuestro recreo solitario y nuestro ocio sociable, en nuestras noches en casa a diario y nuestros días el fin de semana, en el pasmo con que recorremos nuestro país o volvimos a los museos después de la pandemia. Si hablamos de política, siempre es peor lo visionario que lo posible. Nadie espera dirigismos culturales, pero quizá sí sean viables propuestas modestas y eficientes. Que la cultura no sea el patito feo presupuestario, por ejemplo. Que tenga su propio ministerio, porque si España no tiene ministerio de cultura, ¿cuántos merecen tenerlo? Que la relación política-cultura se vea saneada, sin que las programaciones respondan tan solo a las obsesiones ideológicas del gobierno de turno. O que ahondemos en caladeros que aún deben explotarse: acción en el exterior, turismo idiomático, vínculo iberoamericano, hispanismo.
No cabe duda de que una reinvención cultural del centroderecha les sería muy útil: un indicio visible de renovación, un reforzamiento de su perfil liberal, una manera de romper el marco de una izquierda que no espera a la derecha en este campo. Pero, ante todo, respondería a una naturalidad: la de reafirmar la presencia mayoritaria de los españoles que viven la cultura sin ira y con plena libertad. Es una manera de devolver a la cultura su verdadero papel político: el de ser un lugar de encuentro más allá de la política. El lugar donde conviven con sentido Estopa y Josep Pla, Blas de Lezo y Almodóvar.
Ha podido tener gestores de la mayor competencia, pero el centroderecha ha sido habitualmente juzgado como insensible, cuando no adverso, a la cultura en general y al mundo de la cultura en particular. Buena parte de esas turbulencias en la relación con la cultura provienen, claro, del progresismo más o menos activista de muchos de sus artífices. Pero dista de ser la única causa. El mar de fondo no ayuda: globalmente, el conservadurismo para en reaccionariado al contacto de un humus cultural que premia la disrupción. Y ya en casa, la derecha ha arrastrado la carga de un pecado original desde los tiempos en que lo moral y culturalmente indicado era ser progresista. E incluso antes: desde los tiempos en que el remordimiento era un precio que pagar por ganar una guerra. Como fuere, todavía hoy un escritor conservador es como un búho nival: existe, sí, pero es raro. Suele sentirse un poco incómodo en el plumaje.La izquierda ha sabido perimetrar la cultura como un terreno propio que le ha dado gran crédito moral: con Aute uno podía aspirar a cambiar el mundo, con Julio Iglesias nos limitamos a animar una boda. A veces esa superioridad ha sido ofensiva: hoy veríamos sexista tanta befa condescendiente como se hizo de Aguirre en sus tiempos de ministra. Pero una mirada retrospectiva subraya la propia relación acomplejada del Partido Popular con la materia: desde el nombramiento de gentes ajenas o percibidas como hostiles a la ausencia de legislación de calado o el choque ya huracanado en tiempos del No a la guerra. Véase que los populares han tenido siempre dificultades a la hora de reclutar simpatías intelectuales que legitimen su proyecto: el PP podía languidecer por Vargas Llosa, pero Vargas Llosa estaba en un acto de UPyD. Por otra parte, ha habido siempre un sector digamos economicista en el centroderecha que se gozaba en su filisteísmo: vosotros poned el pan de oro, que ya nosotros nos encargamos de las cosas serias. Es imposible no pensar en una caricatura de Montoro cerrándole el grifo a Lassalle. Así, se ha generado una desconfianza o una sospecha hacia una cultura que ―conforme avanzamos hacia Vox― se va viendo más como una conspiración de filósofos woke, artistas pintamonas y cineastas guerracivilistas tras el pilla-pilla de las subvenciones. De fondo, lo que late es una desorientación ―comprensible― a la hora de leer la cultura contemporánea. Y una queja ―interesante― sobre la ausencia de la cultura como informadora del cuerpo nacional. A nadie puede sorprenderle la atención prestada estos años, por ejemplo, a la leyenda negra.La derecha lo ha intentado. Rajoy citó una vez, de joven, a Fernández de la Mora: le persiguió hasta décadas después. Aznar leyó con corazón sincero y mirada tercerista a Cernuda: para muchos no coló. En 2010 se lanzó la propuesta de un Pacto Nacional por la Cultura para, entre otras cosas, “poner en olvido la figura, tan nefasta en la historia, del intelectual al servicio acrítico de la política”. Y es costumbre, entre la juventud más ardorosa ―ay― reciclar de cuando en cuando aquello de que el conservadurismo es el nuevo punk. Existe, en todo caso, un contraste llamativo: como bien saben Orwell y Feijóo, nadie espera grandes despliegues eruditescos de nuestros líderes. Y, a la vez, cuanto más a la derecha se viaja, mayor interés hay por la cultura: por mucho que sorprenda en la izquierda, si hay alguien capaz de recitar de memoria a Jules Laforgue en las próximas Cortes, será alguien de Vox.Tan importante les resulta la cultura que Vox se apresuró en 2023 a pedir el Ministerio. La torpeza ética de algunos de sus gestores ―censuras, cancelaciones― nos lleva a pensar en una aproximación a la cultura como pretexto para la guerra cultural: igual, por cierto, que sus antípodas en la izquierda. Es un contraste con la soltura con que ―en las franjas templadas de la mayoría― se vive la experiencia cultural: en nuestro recreo solitario y nuestro ocio sociable, en nuestras noches en casa a diario y nuestros días el fin de semana, en el pasmo con que recorremos nuestro país o volvimos a los museos después de la pandemia. Si hablamos de política, siempre es peor lo visionario que lo posible. Nadie espera dirigismos culturales, pero quizá sí sean viables propuestas modestas y eficientes. Que la cultura no sea el patito feo presupuestario, por ejemplo. Que tenga su propio ministerio, porque si España no tiene ministerio de cultura, ¿cuántos merecen tenerlo? Que la relación política-cultura se vea saneada, sin que las programaciones respondan tan solo a las obsesiones ideológicas del gobierno de turno. O que ahondemos en caladeros que aún deben explotarse: acción en el exterior, turismo idiomático, vínculo iberoamericano, hispanismo.No cabe duda de que una reinvención cultural del centroderecha les sería muy útil: un indicio visible de renovación, un reforzamiento de su perfil liberal, una manera de romper el marco de una izquierda que no espera a la derecha en este campo. Pero, ante todo, respondería a una naturalidad: la de reafirmar la presencia mayoritaria de los españoles que viven la cultura sin ira y con plena libertad. Es una manera de devolver a la cultura su verdadero papel político: el de ser un lugar de encuentro más allá de la política. El lugar donde conviven con sentido Estopa y Josep Pla, Blas de Lezo y Almodóvar. Seguir leyendo
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Todavía hoy un escritor conservador es como un búho nival: existe, sí, pero es raro. Suele sentirse un poco incómodo en el plumaje


Ha podido tener gestores de la mayor competencia, pero el centroderecha ha sido habitualmente juzgado como insensible, cuando no adverso, a la cultura en general y al mundo de la cultura en particular. Buena parte de esas turbulencias en la relación con la cultura provienen, claro, del progresismo más o menos activista de muchos de sus artífices. Pero dista de ser la única causa. El mar de fondo no ayuda: globalmente, el conservadurismo para en reaccionariado al contacto de un humus cultural que premia la disrupción. Y ya en casa, la derecha ha arrastrado la carga de un pecado original desde los tiempos en que lo moral y culturalmente indicado era ser progresista. E incluso antes: desde los tiempos en que el remordimiento era un precio que pagar por ganar una guerra. Como fuere, todavía hoy un escritor conservador es como un búho nival: existe, sí, pero es raro. Suele sentirse un poco incómodo en el plumaje.
La izquierda ha sabido perimetrar la cultura como un terreno propio que le ha dado gran crédito moral: con Aute uno podía aspirar a cambiar el mundo, con Julio Iglesias nos limitamos a animar una boda. A veces esa superioridad ha sido ofensiva: hoy veríamos sexista tanta befa condescendiente como se hizo de Aguirre en sus tiempos de ministra. Pero una mirada retrospectiva subraya la propia relación acomplejada del Partido Popular con la materia: desde el nombramiento de gentes ajenas o percibidas como hostiles a la ausencia de legislación de calado o el choque ya huracanado en tiempos del No a la guerra. Véase que los populares han tenido siempre dificultades a la hora de reclutar simpatías intelectuales que legitimen su proyecto: el PP podía languidecer por Vargas Llosa, pero Vargas Llosa estaba en un acto de UPyD. Por otra parte, ha habido siempre un sector digamos economicista en el centroderecha que se gozaba en su filisteísmo: vosotros poned el pan de oro, que ya nosotros nos encargamos de las cosas serias. Es imposible no pensar en una caricatura de Montoro cerrándole el grifo a Lassalle. Así, se ha generado una desconfianza o una sospecha hacia una cultura que ―conforme avanzamos hacia Vox― se va viendo más como una conspiración de filósofos woke, artistas pintamonas y cineastas guerracivilistas tras el pilla-pilla de las subvenciones. De fondo, lo que late es una desorientación ―comprensible― a la hora de leer la cultura contemporánea. Y una queja ―interesante― sobre la ausencia de la cultura como informadora del cuerpo nacional. A nadie puede sorprenderle la atención prestada estos años, por ejemplo, a la leyenda negra.
La derecha lo ha intentado. Rajoy citó una vez, de joven, a Fernández de la Mora: le persiguió hasta décadas después. Aznar leyó con corazón sincero y mirada tercerista a Cernuda: para muchos no coló. En 2010 se lanzó la propuesta de un Pacto Nacional por la Cultura para, entre otras cosas, “poner en olvido la figura, tan nefasta en la historia, del intelectual al servicio acrítico de la política”. Y es costumbre, entre la juventud más ardorosa ―ay― reciclar de cuando en cuando aquello de que el conservadurismo es el nuevo punk. Existe, en todo caso, un contraste llamativo: como bien saben Orwell y Feijóo, nadie espera grandes despliegues eruditescos de nuestros líderes. Y, a la vez, cuanto más a la derecha se viaja, mayor interés hay por la cultura: por mucho que sorprenda en la izquierda, si hay alguien capaz de recitar de memoria a Jules Laforgue en las próximas Cortes, será alguien de Vox.
Tan importante les resulta la cultura que Vox se apresuró en 2023 a pedir el Ministerio. La torpeza ética de algunos de sus gestores ―censuras, cancelaciones― nos lleva a pensar en una aproximación a la cultura como pretexto para la guerra cultural: igual, por cierto, que sus antípodas en la izquierda. Es un contraste con la soltura con que ―en las franjas templadas de la mayoría― se vive la experiencia cultural: en nuestro recreo solitario y nuestro ocio sociable, en nuestras noches en casa a diario y nuestros días el fin de semana, en el pasmo con que recorremos nuestro país o volvimos a los museos después de la pandemia. Si hablamos de política, siempre es peor lo visionario que lo posible. Nadie espera dirigismos culturales, pero quizá sí sean viables propuestas modestas y eficientes. Que la cultura no sea el patito feo presupuestario, por ejemplo. Que tenga su propio ministerio, porque si España no tiene ministerio de cultura, ¿cuántos merecen tenerlo? Que la relación política-cultura se vea saneada, sin que las programaciones respondan tan solo a las obsesiones ideológicas del gobierno de turno. O que ahondemos en caladeros que aún deben explotarse: acción en el exterior, turismo idiomático, vínculo iberoamericano, hispanismo.
No cabe duda de que una reinvención cultural del centroderecha les sería muy útil: un indicio visible de renovación, un reforzamiento de su perfil liberal, una manera de romper el marco de una izquierda que no espera a la derecha en este campo. Pero, ante todo, respondería a una naturalidad: la de reafirmar la presencia mayoritaria de los españoles que viven la cultura sin ira y con plena libertad. Es una manera de devolver a la cultura su verdadero papel político: el de ser un lugar de encuentro más allá de la política. El lugar donde conviven con sentido Estopa y Josep Pla, Blas de Lezo y Almodóvar.
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Sobre la firma

Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa ‘Pompa y circunstancia’, ‘Comimos y bebimos’ y los diarios ‘Ya sentarás cabeza’. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, dirige el centro de Roma. Su último libro es ‘El español que enamoró al mundo’.
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