El mural de Ricardo Silva

Ser colombiano es recordar, cada cierto tiempo, las infamias que somos capaces de cometer contra nosotros mismos. Así nos pasamos la vida: conmemorando aniversarios de violencia, evocando a los muertos ilustres y aceptando que nuestra historia es un inventario de ocultamientos, medias verdades o versiones interesadas, y no tenemos más remedio que volver a contarlo todo de vez en cuando porque sabemos –todo el mundo sabe– que nunca se terminan de contar del todo las tragedias de Colombia. Somos un país enfermo de violencia y de odio, y ese odio y esa violencia se heredan y se reciclan y se contagian; pero además somos un país de amnésicos o de encubridores, y todas las catástrofes del pasado se manipulan o se tapan para que los hechos dolorosos no tengan responsables, o para que los responsables sean siempre los otros. Porque en esto somos expertos: en condenar la violencia cuando la cometen los otros y en justificarla cuando la cometen los nuestros. Será por esto por lo que siempre es tan difícil entender nuestro pasado.

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 Ser colombiano es recordar, cada cierto tiempo, las infamias que somos capaces de cometer contra nosotros mismos. Así nos pasamos la vida: conmemorando aniversarios de violencia, evocando a los muertos ilustres y aceptando que nuestra historia es un inventario de ocultamientos, medias verdades o versiones interesadas, y no tenemos más remedio que volver a contarlo todo de vez en cuando porque sabemos –todo el mundo sabe– que nunca se terminan de contar del todo las tragedias de Colombia. Somos un país enfermo de violencia y de odio, y ese odio y esa violencia se heredan y se reciclan y se contagian; pero además somos un país de amnésicos o de encubridores, y todas las catástrofes del pasado se manipulan o se tapan para que los hechos dolorosos no tengan responsables, o para que los responsables sean siempre los otros. Porque en esto somos expertos: en condenar la violencia cuando la cometen los otros y en justificarla cuando la cometen los nuestros. Será por esto por lo que siempre es tan difícil entender nuestro pasado. Seguir leyendo  

Ser colombiano es recordar, cada cierto tiempo, las infamias que somos capaces de cometer contra nosotros mismos. Así nos pasamos la vida: conmemorando aniversarios de violencia, evocando a los muertos ilustres y aceptando que nuestra historia es un inventario de ocultamientos, medias verdades o versiones interesadas, y no tenemos más remedio que volver a contarlo todo de vez en cuando porque sabemos –todo el mundo sabe– que nunca se terminan de contar del todo las tragedias de Colombia. Somos un país enfermo de violencia y de odio, y ese odio y esa violencia se heredan y se reciclan y se contagian; pero además somos un país de amnésicos o de encubridores, y todas las catástrofes del pasado se manipulan o se tapan para que los hechos dolorosos no tengan responsables, o para que los responsables sean siempre los otros. Porque en esto somos expertos: en condenar la violencia cuando la cometen los otros y en justificarla cuando la cometen los nuestros. Será por esto por lo que siempre es tan difícil entender nuestro pasado.

Mural, el nuevo (y extraordinario) libro de Ricardo Silva, está preocupado por todos estos asuntos. El único tema de sus 400 páginas es lo ocurrido en el centro de Bogotá durante los días 6 y 7 de noviembre de 1985: la toma del Palacio de Justicia por la guerrilla del M-19 y la reacción o la retoma del ejército colombiano, esos dos días de infierno en los que se adueñaron de Colombia el sufrimiento, el dolor, la insensatez política, el fanatismo homicida y el odio ciego, y el resultado fueron 98 muertos, una cantidad indeterminada de desaparecidos y la revelación de una barbarie que nos sigue marcando. Una barbarie, sobre todo, que todavía no entendemos bien, pues ha habido mucha gente interesada en que no se sepa la verdad completa. Todos conocemos partes de lo ocurrido esos días, y las conocemos gracias a los libros de muchos: Ana Carrigan, Germán Castro Caycedo, Helena Urán y muchos otros. Silva les agradece a todos, porque su libro se apoya en ellos. Pero esos testimonios y esas investigaciones y esas memorias ajenas son apenas el punto de partida. Luego viene lo demás.

Es difícil imaginar el método que dio como resultado este libro abarcador y generoso, pero puedo intentarlo. Lo que hace Ricardo Silva es, como primera medida, enmarcar los hallazgos de los otros en el espacio de su propia experiencia: pues Silva es hijo de una abogada que vivió de cerca los hechos (ya la conocemos los lectores de Historia personal del amor) y, como hijo de ella, los vivió de cerca también. Y ahora, a los 50 años, ha decidido meter todo lo que sabe –todo lo que ha sabido y averiguado desde que tenía 10 años, que es mucho– en un mismo retrato descarnado y sobrecogedor cuya técnica es, como se lee en la primera página, “la compasión por todos y por todo”. Y así es: Mural quiere contarlo todo, de lo grande a lo ínfimo, de lo más público a lo más íntimo. Y además quiere contarlo acerca de todo el mundo: del presidente Belisario Betancur al último de los figurantes de esta desgraciada obra de teatro que es lo ocurrido esos días en la Plaza de Bolívar y sus alrededores.

Digo “obra de teatro”, pero es incorrecto. Pues Mural se parece más a una gran película cuya cámara tiene permiso para ir a todas partes y ver cada detalle del mundo que está contando, desde el edificio del Palacio de Justicia visto por un ojo de águila al miedo de un magistrado visto desde su alma, desde el pasado reciente (el robo de las armas del Cantón norte y el Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay) al futuro de ese pasado (la Constitución de 1991 y los restos de los muertos identificados 30 años después de su desaparición forzada). Mural tiene la ambición imposible de contarlo todo, y por eso el título: a este libro y a su autor les gustaría que el espectador de la violencia colombiana pudiera verlo todo al mismo tiempo, como si no fuera el lector de un libro ni el estudiante de nuestra historia, sino el observador de un cuadro. La estrategia que ha descubierto Ricardo Silva se acerca mucho a lograrlo. No lo logra, claro, porque no es posible: lo que distingue a la pintura de la literatura es, justamente, que la literatura trabaja con el tiempo y la pintura, con el instante. Pero qué cerca está de hacerlo.

“Si esto no fuera un mural, sino que fuera un drama en tres actos, habría que tomar partido por algún actor”, dice la voz maravillosa que cuenta la novela. “Sería lo mínimo seguir defendiendo la compasión por todas las personas que van apareciendo en el muro”. Y luego: “Pero habría que caer en cuenta de que los protagonistas suelen ser aquellos que caen atrapados en fuegos cruzados. El mundo no nos lo deja ver. El mundo está hecho de tal modo que la cámara al hombro suele ir detrás de los soldados y sus generales. Pero algún día –no lo veré yo, pero tú sí– será obvio que los daños colaterales, o sea los secundarios y los figurantes y los extras, son los personajes principales”. Y ésa parece ser una de las obsesiones de Mural: no sólo contar la agonía y muerte de Alfonso Reyes Echandía, que yace detrás de una puerta cerrada con un tiro en el pecho, sino también las muertes de don Eulogio Blanco y don Gerardo Díaz Arbeláez: el vigilante que muere atropellado por los primeros guerrilleros, que se meten a la fuerza al parqueadero del Palacio, y el celador que esos primeros guerrilleros matan a tiros porque han comenzado esta operación para salvar al pueblo.

Así va moviéndose este libro formidable, esta cámara que lleva al hombro la prosa de Silva. Así va: de las dos primeras víctimas del delirio asesino del M-19 a las últimas víctimas del ejército colombiano, que torturó y desapareció a quién sabe cuántas personas en ese día bárbaro. Sí, así va mostrándolos a todos, poniéndolos a todos sobre el muro de la infamia colombiana, compadeciéndolos a todos con la conciencia plena de que esta violencia no nace de un día para el otro: ha comenzado a nacer muchos años antes de noviembre de 1985 y no ha terminado todavía. Perdí la cuenta durante la lectura de cuántos soldados vienen de una víctima de las guerrillas, y perdí la cuenta también de cuántos guerrilleros vienen de familias donde hay una víctima de la represión conservadora. Mural traza la genealogía de nuestra capacidad para hacerles daño a los demás; prueba, con las pruebas en la mano, que Colombia es un incesante ciclo de violencias que responden a otras violencias. La cámara del libro enfoca en cierto momento al presidente Betancur. “Tiene cara de estarse diciendo a sí mismo”, dice la voz, “que es imposible domar este leviatán, este monstruo que es la suma de todas las venganzas”.

Y por todo lo anterior, no podía ser otra la portada del libro. Es esa pintura de Pieter Bruegel el Viejo que enseña no una, sino incontables escenas de horror. Se llama El triunfo de la muerte. Lo milagroso del libro de Ricardo Silva es que lo cerramos no sólo horrorizados por este país de violencias interminables, sino conscientes de haber entendido algo nuevo y, además, admirados por su humanidad y su sabiduría.

 EL PAÍS

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