Entre ánforas, vinos y bares en la Hispania romana

Los romanos los denominaban como tabernas (un nombre genérico), cauponas, popinas o termopolios, pero tenían, básicamente, la misma función que hoy. Allí se bebían unos vinos, se tomaba un picoteo rápido o se echaba una partidita con los amigos.

El vino llegó a nuestras tierras aun antes que las tropas romanas. Fenicios y griegos no solo trajeron el producto, sino toda una forma nueva de beber, relacionarse y una nueva cultura material en torno a los banquetes y la celebración. En yacimientos como Turó del Calvari (Vilalba dels Arcs, Tarragona) podemos ver cómo las élites locales copian las formas cerámicas fenicias relacionadas con la bebida, y en lugares como Huelva y en La Orden-Seminario (Huelva) se constata el inicio del cultivo de las vides ya en el siglo IX-VIII a.C. No debió de ser una adaptación complicada, ya que las vides silvestres ya crecían en estas regiones, y el clima es propicio para este cultivo. En otras zonas de Europa en que se complicaba mucho la plantación de la vid, como las más septentrionales, alcoholes como la cerveza y el hidromiel continuaron siendo importantes, aun cuando apreciaran el vino y lo importaran.

Sin embargo, fueron los romanos los que expandieron, popularizaron y generalizaron el consumo de esta variedad de alcohol en nuestras tierras. El vino, con la paulatina romanización de la Península, dejó de ser un elemento de prestigio, que se bebía en los banquetes de la élite, para ser un producto comercial y un elemento cotidiano. Beberlo, eso sí, dejó de ser una cuestión de ricos solo hasta cierto punto, ya que, como hoy, existían distintas calidades en estos caldos.

Las ánforas hispánicas inundaron el Imperio. Algunas de sus variantes, como, por ejemplo, la conocida por los arqueólogos como Dressel 20, muy reconocible con su aspecto panzón, y que se producía, sobre todo, en la Península, se encuentran repartida por toda la geografía. Las ánforas hispanas son una parte importante, más del 85%, de ese enorme basurero cerámico que es el Testaccio, en Roma, con millones de fragmentos de estos recipientes. Roma quería beber, e Hispania aprovechó el mercado. Conocemos incluso los nombres de algunos productores de aceite y vino locales, que exportaban a Roma, la Galia o incluso Britania. También en femenino. Maria Q. F. Postumita y Coelia Mascellina, por ejemplo, fueron dos mujeres hispanas cuyos nombres nos han quedado reflejados en las ánforas y sellos que se han encontrado en Roma. Estas terratenientes comerciarían con los productos agrícolas de sus tierras, como el aceite y nuestro famoso vino.

Aunque la Bética y la actual Cataluña acapararon el comercio de vino a gran escala, también podemos encontrar otro tipo de producciones, más locales, destinadas a abastecer las propias tierras. Nos encontramos bodegas y prensas por toda la geografía, como la espectacular «cella vinaria» de la Villa de las Musas (Arellano) o la recientemente descubierta de la villa de Sant Gregori (Burriana). De los vinos hispanos nos hablan autores como Juvenal, Plinio o Marcial, aunque, hay que reconocerlo, no siempre bien.

A veces, también, podemos acercarnos al papel de este producto en la vida cotidiana. Además de la pequeña taberna de Caraca, en Mérida podemos ver el último recuerdo de una tabernera, Sentia Amarantis, cuyo epitafio podemos ver en el Museo Nacional de Arte Romano. La mujer, que murió sobre los cuarenta y cinco años, aparece rellenando una jarra de un gran tonel que se encuentra sobre un soporte. Los toneles, que aparecen en la iconografía, han comenzado a aparecer también en el registro arqueológico, en lugares como Inglaterra, pero, en general, se conservan mal, lo que los convierte en «invisibles».

En las últimas décadas, en España, se ha dado un cambio en torno al consumo de alcohol. De una clara preeminencia del vino, hemos pasado a consumir mayoritariamente cerveza. El vino es un producto estrella de nuestra geografía, y siempre estará entrelazado con nuestra historia, aunque, si tenemos en cuenta que en yacimientos prehistóricos se han detectado restos de cerveza e hidromiel (como en Fuente Álamo o el dolmen de Azután), quizás solo estemos volviendo a nuestros orígenes.

  • Para saber más: «In vino veritas. El alcohol en la Antigüedad», Arqueología e Historia, 68 páginas, 7,50 euros

 En 2017 los trabajos de excavación en la ciudad romana de Caraca (Driebes, Guadalajara) avanzaban a buen ritmo. Se situaban en un amplio edificio público de dos plantas, en el foro. La planta superior, muy rica, parece de uso público, pero lo realmente interesante, lo realmente vivo, estaba en la inferior. Un dolium (un gran recipiente cerámico) casi entero y varios fragmentos, así como un ánfora y unas fichas de juego marcaban un espacio muy peculiar. Acababan de descubrir un bar  

Los romanos los denominaban como tabernas (un nombre genérico), cauponas, popinas o termopolios, pero tenían, básicamente, la misma función que hoy. Allí se bebían unos vinos, se tomaba un picoteo rápido o se echaba una partidita con los amigos.

El vino llegó a nuestras tierras aun antes que las tropas romanas. Fenicios y griegos no solo trajeron el producto, sino toda una forma nueva de beber, relacionarse y una nueva cultura material en torno a los banquetes y la celebración. En yacimientos como Turó del Calvari (Vilalba dels Arcs, Tarragona) podemos ver cómo las élites locales copian las formas cerámicas fenicias relacionadas con la bebida, y en lugares como Huelva y en La Orden-Seminario (Huelva) se constata el inicio del cultivo de las vides ya en el siglo IX-VIII a.C. No debió de ser una adaptación complicada, ya que las vides silvestres ya crecían en estas regiones, y el clima es propicio para este cultivo. En otras zonas de Europa en que se complicaba mucho la plantación de la vid, como las más septentrionales, alcoholes como la cerveza y el hidromiel continuaron siendo importantes, aun cuando apreciaran el vino y lo importaran.

Sin embargo, fueron los romanos los que expandieron, popularizaron y generalizaron el consumo de esta variedad de alcohol en nuestras tierras. El vino, con la paulatina romanización de la Península, dejó de ser un elemento de prestigio, que se bebía en los banquetes de la élite, para ser un producto comercial y un elemento cotidiano. Beberlo, eso sí, dejó de ser una cuestión de ricos solo hasta cierto punto, ya que, como hoy, existían distintas calidades en estos caldos.

Las ánforas hispánicas inundaron el Imperio. Algunas de sus variantes, como, por ejemplo, la conocida por los arqueólogos como Dressel 20, muy reconocible con su aspecto panzón, y que se producía, sobre todo, en la Península, se encuentran repartida por toda la geografía. Las ánforas hispanas son una parte importante, más del 85%, de ese enorme basurero cerámico que es el Testaccio, en Roma, con millones de fragmentos de estos recipientes. Roma quería beber, e Hispania aprovechó el mercado. Conocemos incluso los nombres de algunos productores de aceite y vino locales, que exportaban a Roma, la Galia o incluso Britania. También en femenino. Maria Q. F. Postumita y Coelia Mascellina, por ejemplo, fueron dos mujeres hispanas cuyos nombres nos han quedado reflejados en las ánforas y sellos que se han encontrado en Roma. Estas terratenientes comerciarían con los productos agrícolas de sus tierras, como el aceite y nuestro famoso vino.

Aunque la Bética y la actual Cataluña acapararon el comercio de vino a gran escala, también podemos encontrar otro tipo de producciones, más locales, destinadas a abastecer las propias tierras. Nos encontramos bodegas y prensas por toda la geografía, como la espectacular «cella vinaria» de la Villa de las Musas (Arellano) o la recientemente descubierta de la villa de Sant Gregori (Burriana). De los vinos hispanos nos hablan autores como Juvenal, Plinio o Marcial, aunque, hay que reconocerlo, no siempre bien.

A veces, también, podemos acercarnos al papel de este producto en la vida cotidiana. Además de la pequeña taberna de Caraca, en Mérida podemos ver el último recuerdo de una tabernera, Sentia Amarantis, cuyo epitafio podemos ver en el Museo Nacional de Arte Romano. La mujer, que murió sobre los cuarenta y cinco años, aparece rellenando una jarra de un gran tonel que se encuentra sobre un soporte. Los toneles, que aparecen en la iconografía, han comenzado a aparecer también en el registro arqueológico, en lugares como Inglaterra, pero, en general, se conservan mal, lo que los convierte en «invisibles».

En las últimas décadas, en España, se ha dado un cambio en torno al consumo de alcohol. De una clara preeminencia del vino, hemos pasado a consumir mayoritariamente cerveza. El vino es un producto estrella de nuestra geografía, y siempre estará entrelazado con nuestra historia, aunque, si tenemos en cuenta que en yacimientos prehistóricos se han detectado restos de cerveza e hidromiel (como en Fuente Álamo o el dolmen de Azután), quizás solo estemos volviendo a nuestros orígenes.

  • Para saber más: «In vino veritas. El alcohol en la Antigüedad», Arqueología e Historia, 68 páginas, 7,50 euros

 Noticias sobre Historia en La Razón

Noticias Similares